El retrato de Dorian Gray / Oscar Wilde

En todas las artes existe un número determinado de obras que suelen llamarse clásicas. Mi aproximación a dichas obras está habitualmente teñida de escepticismo o incluso de aburrimiento anticipado. ¿Por qué? Supongo que por el añejo cansancio que subyace en la expresión “clásica”. Relaciono lo clásico con lo inmóvil, con lo que no muerde, con lo insulso, con lo convencional. Por supuesto, esta actitud mía constituye un error mayúsculo puesto que si algo ha quedado como clásico es porque en su tiempo rompió con todo y quedó como marca inefable del verdadero espíritu humano… o de una exquisita manera de expresarlo, lo que viene a ser lo mismo.

El Retrato de Dorian Gray es un monumento del esteticismo post-romántico, lo que viene a significar que está lleno de paradojas elegantes, de boutades, de sublimes bellezas, de pocos escrúpulos, de pensamientos absurdos, de profundas reflexiones, de lo más alto y de lo más bajo, del horror, del desprecio y de la exaltación, de la vida y su inseparable muerte… En fin, truenos y rayos envueltos en fragancias y querubines. Algo absolutamente demodé, pero que se deja leer con distancia y asombro. Como novela no es nada (la única de su autor), apenas tres sucesos envueltos en decadencia y paganismo (algo que nos da risa hoy en día), pero sentimos que nos impacta su simple temática y la descripción psicológica de una sociedad enferma (psicología y enfermedad que arrastramos, como toda la historia pasada). En esto radica su clasicismo y por eso es interesante y recomendable su lectura.

Sin ánimo de pretender reflejar la esencia de este delicioso libro, incluyo a continuación algunos fragmentos.

Enfrente estaba la duquesa de Harley, una dama de un buen carácter y un buen humor admirables y que agradaba a todos cuantos la conocían, y cuyas amplias proporciones arquitectónicas describen como gordura los historiadores contemporáneos en las mujeres que no son duquesas. Junto a ella, a la derecha, estaba sir Thomas Burton, un miembro radical del Parlamento, que en la vida pública seguía a su líder y en la privada a los mejores cocineros, comiendo con los tories y pensando con los liberales, en acatamiento de una sabia y conocida norma. El lugar a la izquierda de la duquesa estaba ocupado por el señor Erskine de Treadley, un anciano caballero de considerable encanto y cultura, que no obstante había adquirido la mala costumbre de permanecer en silencio, pues, como había explicado a lady Agatha, antes de cumplir los treinta había dicho todo lo que tenía que decir (…)

Era una mujer curiosa, cuyos vestidos siempre parecían diseñados en un ataque de furia y puestos en medio de una tempestad. Por lo general estaba siempre enamorada de alguien, y, como su pasión nunca era correspondida, había conservado todas sus ilusiones. Trataba de resultar pintoresca, pero sólo lograba ser desaliñada. Se llamaba Victoria y tenía la manía de ir a la iglesia (…)

Querido muchacho, las personas que aman sólo una vez en la vida son las verdaderamente superficiales. Lo que llaman lealtad y fidelidad yo lo llamo la letargia de la costumbre o una falta de imaginación. La fidelidad es a la vida emocional lo que la coherencia a la vida intelectual: nada más que la confesión de unos fracasos. ¡Fidelidad! Tengo que analizarla algún día. En ella está la pasión por la propiedad. Tiraríamos muchas cosas si no temiéramos que pudieran recogerlas otros (…)

(…) Los únicos artistas personalmente encantadores que he conocido en mi vida son los malos. Los buenos artistas existen únicamente en lo que hacen, y por lo tanto carecen de todo interés en lo que son. Un gran poeta, un poeta realmente grande, es el menos poético de todos los seres. Pero los poetas inferiores son absolutamente fascinantes. Cuanto peores son sus rimas, más pintoresca es su apariencia. El mero hecho de haber publicado un libro de sonetos de segunda categoría hace que un hombre sea totalmente irresistible. Vive la poesía que no es capaz de escribir. Los otros escriben la poesía que no se atreven a vivir.

O sea que hay que elegir entre ser un genio aburrido o un simpático mediocre. Vale, Oscar, muy agudo, pero dejemos esta decisión a los escritores. Aquí nos limitamos a leer, que no es poco, y a recomendar libros morrocotudos. Con las paradojas intelectualoides los escritores se masturban mentalmente mientras que los lectores disfrutan carnalmente… con o sin preservativo. Elijan ustedes.

Y, ya puestos a elegir, decidan qué película les va más, si la de 1945 o la de 2010, recién estrenada.

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Alberto Arzua

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