Umberto Eco es uno de mis pensadores favoritos. Cada vez que lo leo me maravillo de lo listo que es este hombre. Desde aquellos iluminadores ensayos de los años sesenta, “Apocalípticos e integrados” y “Obra abierta”, ha escrito multitud de artículos y libros de pensamiento, muchos de ellos altamente recomendables para la salud mental. También escribió una primera novela muy chula, «El nombre de la rosa«, para luego desvariar con algunas infumables, «El péndulo de Foucault«, «La isla del día de antes«, «Baudolino«… hasta llegar a su última novela, «El cementerio de Praga«, que es divertida porque no es una novela (debe de ser el típico caso de escritor de una única novela; ojalá no).
Bien, pues el tal Umberto dedicó unas horas de su bien aprovechado tiempo a cartearse con un cardenal supuestamente muy culto, vía una revista. Esto es lo que recoge este tomito de 89 páginas. Además, al final, otros intelectuales italianos dan su opinión.
El resultado es bastante decepcionante en el plano intelectual, porque ambos figuras tienen tantas cosas que decir que dicen muy pocas. Se respetan, se entienden, se admiran mutuamente… ¡Pues muy mal, yo quería sangre! La única sangrecilla la ponen los comentaristas finales.
Las tres citas siguientes corresponden precisamente a estos mismos. Responden principalmente al argumento básico del cardenal, a saber, que la moral necesita de un referente externo y eterno (a saber, Dios y sus inmutables leyes) para tener validez.
… Jesús impidió que la adúltera fuera lapidada y sobre ello edificó una moral basada en el amor, pero la Iglesia por él fundada, pese a no renegar de aquella moral, extrajo de ella interpretaciones que condujeron a auténticas matanzas y a una cadena de delitos contra el amor.
Dejemos a un lado metafísicas y trascendencias si queremos reconstruir juntos una moral perdida; reconozcamos juntos el valor moral del bien común y de la caridad en el sentido más alto del término; practiquémoslo hasta el final, no para merecer premios o escapar a castigos, sino, sencillamente, para seguir el instinto de nuestra común raíz humana y del común código genético que está inscrito en cada uno de nosotros.
Y tampoco un valor moral resulta más elevado y digno de veneración cuanto más íntegro e inmutable se conserve. Al contrario, ha sido gracias al emerger del humanismo liberal a partir del cristianismo, primero, y más adelante a la influencia de la mencionada ética de la tolerancia y del compromiso, de la parcial y siempre fatigosa negociabilidad de los valores, en definitiva, de la ética liberal (o mejor dicho, de una característica de la misma que en realidad comparte con algunas éticas religiosas, como por ejemplo el budismo), ha sido todo ello lo que ha llevado progresivamente al cristianismo a renunciar al proyecto de evangelización forzada de toda la humanidad, que sin embargo había perseguido durante muchos siglos.
Que se sepa.