Anthony Berkeley es el típico escritor inglés de novelas policiacas, tan típico que compartió época y club con Agatha Christie. Su personaje más conocido es Roger Sheringham, un periodista que se mete a investigador simplemente porque le apetece. Le gusta dar la murga a Scotland Yard y reírse de los profesionales. Véase el final de esta novela:
Se puso en pie y le dio una palmada en el hombro.
—¿Sabe lo malo de los auténticos detectives de Scotland Yard, Moresby? —preguntó con amabilidad—. Que no leen novelas policíacas.
Esta salida no parece especialmente ingeniosa hoy en día, pero es que ha pasado mucho tiempo y han pasado muchas cosas desde que Berkeley la escribiera.
La novela tiene el tono habitual de los productos de aquella época. Extremada sencillez, detalladas elucubraciones mentales, repaso de lo que sabemos, asesinatos por aquí y por allá, pseudosorpresas, callejones sin salida, sospechosos varios, poquísima acción, juicios morales y comportamientos sociales muy anticuados (por desgracia, en la mayoría de los casos)… Es la sociedad postvictoriana que tan bien conocemos a través de libros y películas: Estirada, sosa, correcta, anacrónica.
El libro podría ser muy divertido (como algunos de la Agatha), pero no lo es; podría contar con un héroe atractivo (en cualquier sentido), pero Roger no tiene ningún carisma; podría mantenernos en vilo hasta el final, pero de eso nada. De hecho el truco que se le ocurre al prota para cazar al asesino es tan lamentable que merecería la pena leerse el libro (200 páginas de nada) solo por comprobar lo que digo.
En fin, una novela para leer en una estación perdida de un pueblo perdido de una ciudad perdida de un país perdido con olor a pis. No se me ocurre mejor sitio.
Tan solo he encontrado una cita que merezca la pena (obsérvese el paréntesis):
… pero en cierto sentido más hermosa, como si estuviese hecha de miniatura; y su aire de tranquila eficiencia (no la eficiencia asertiva que poseen la mayoría de las chicas capaces) le pareció muy atractivo a Roger.