El investigador que había contratado resultó ser un hombre joven, muy alto y muy flaco, con una cabeza demasiado pequeña para el físico que gastaba, y una nuez de Adán del tamaño de una pelota de golf. Llevaba unas gafas con montura al aire cuyas lentes eran poco menos que invisibles, dando el brillo del vidrio un lustre adicional a sus ojos grandes, redondos, ligeramente saltones, negros. De la barbilla le brotaba un espolón de barba rubia, y tenía la frente despejada y abovedada, llena aún de rastros de acné. Tenía las manos esbeltas y pálidas, nacaradas, los dedos largos y finos: manos de chica, o al menos las manos que una chica debiera tener. Pese a estar sentado, el tiro de los pantalones vaqueros, muy abolsados, le caía casi hasta las rodillas. En la camiseta, no demasiado limpia, ostentaba una leyenda: «La vida es un asco y al final te mueres». Parecía que tuviera diecisiete años, aunque debía de tener, calculó John Glass, más bien veintimuchos. Con el cuello largo, la cabeza pequeña, los ojos grandes y relucientes, le notó un acusado parecido con uno de los roedores más exóticos, aunque por el momento Glass no acertó a precisar cuál podía ser. Se llamaba Dylan Riley. Naturalmente, pensó Glass: tenía que ser un Dylan.
—Total —dijo Riley—, que resulta que estás casado con la hija del Gran Bill.
Se había acomodado en un sillón giratorio, de cuero negro, en el despacho que tenía prestado Glass en la fachada norte de la Torre Mulholland. A su espalda, a través de una pared acristalada, la grisura de Manhattan se enfurruñaba vaporosa bajo la llovizna inconstante de abril.
—¿Y eso te hace gracia? —preguntó Glass. Sentía un instintivo desagrado ante cualquiera que llevase una camiseta con una inscripción en la que se las diera de listillo.
Dylan Riley torció el gesto.
—No, no me hace gracia. Pero me sorprende. Nunca hubiera dicho yo que eras uno de los hombres del Gran Bill.
Glass prefirió dejarlo pasar. Había empezado a espirar trabajosamente por las ventanas nasales, sss-sss, sss-sss, lo cual siempre era una señal de aviso.
—El señor Mulholland —aclaró Glass con demasiada vehemencia— está deseoso de que tenga yo a mi disposición toda la historia, y de que me llegue además como me tiene que llegar.
Riley esbozó su sonrisa de memo, con dientes de conejo, y giró el sillón hasta quedar de costado, y luego del otro lado, asintiendo como si fuese feliz.
—Toda la historia —dijo—. Claro, es lo natural —parecía que lo estuviera pasando en grande.
—Sí, eso es —dijo Glass con énfasis imperturbable—. Toda la historia. Por eso te quiero contratar.
En una esquina del despacho había una mesa grande, de metal, a la que se dirigió Glass para tomar asiento tras ella. Al sentarse notó que el pánico que había sentido no era para tanto. El despacho se encontraba en la planta 39. Era absurdo suponer que se pudiera llevar a cabo un negocio, hacer absolutamente nada a semejante altura. El primer día que pasó allí se arrimó a la pared de cristal y se asomó para ver, dos plantas más abajo, unas nubes blancas y esponjosas que le parecieron témpanos de hielo inconsistente que navegasen sin rumbo, en calma absoluta, sobre una ciudad sumergida. Colocó las manos con las palmas sobre la mesa, delante de él, como si la mesa fuese una balsa que él tratara de mantener firme, y no a la inversa. Tenía auténtica necesidad de prender un cigarrillo. Dylan Riley había vuelto a girar el sillón, de modo que se encontraba de frente a la mesa. Glass tuvo la certeza de que el joven era capaz de percibir lo aturdido y mareado que se encontraba él, allí encaramado en aquella aguilera de cristal y acero.
—De todos modos… —dijo Glass, y trazó con la mano derecha un amplio arco sobre la superficie de la mesa, como si quisiera apartar la cuestión, y el gesto le hizo pensar en Richard Nixon, en el presidente al que tan sudoroso se vio en directo, en el telediario de la noche, tantos años antes, insistiendo en que no era un sinvergüenza. La iluminación de aquel plató de televisión era tan cruda, en aquellos tiempos de paranoia y perpetua recriminación, que bastaba para que todo el que compareciera ante la cámara remedase un villano de una antigua película en Eastmancolor—.
-De todos modos… creo que debería decirte —añadió— que el señor Mulholland no te prestará ninguna ayuda. Y no quiero que se te ocurra ni por asomo abordarlo a él para recabar información. No le llames, no le escribas. ¿Entendido?
Riley esbozó una sonrisilla de suficiencia, que le dio un aire aún más parecido a… ¿a qué podía ser? ¿Una ardilla? No, pero casi. No, no era eso.
—No le habrás dicho nada, ¿verdad? —dijo Riley—. Quiero decir, no le habrás dicho nada de mí, espero… Glass no hizo ningún caso.
—No te estoy pidiendo que te pongas a escarbar en la mierda —dijo—. No cuento con que el señor Mulholland guarde celosamente secretos y culpas. Era un agente secreto, desde luego, pero no ha sido un granuja, lo digo por si acaso se te ha ocurrido pensar que lo fuera.
—No —dijo Riley—. A fin de cuentas, se trata de tu suegro, claro.
Glass volvía a respirar trabajosamente, jadeando.
—Eso es algo de lo que me gustaría que te olvidaras cuanto antes —dijo—… si es que vas a llevar a cabo alguna de tus investigaciones —volvió a recostarse en el sillón y estudió al joven—. ¿Cómo piensas proceder? Me refiero a tus investigaciones, claro está…
Riley entrelazó unos dedos largos y pálidos sobre la concavidad del abdomen, y esta vez se meció ligeramente sobre el sillón giratorio, con lo que el mecanismo de bola del respaldo emitió un chirrido inapreciable, iik, iik.
—Bueno —dijo Riley con su sonrisilla—, pues digamos que voy bastante más allá de donde llega la Wikipedia.
—Claro que recurrirás… a los ordenadores y todo eso, digo yo… —Glass ni siquiera era dueño de un teléfono móvil.
—Ah, claro. Los ordenadores, cómo no —dijo Riley, y abrió más los ojos, con lo que se le pusieron desmesurados, más redondos y más grandes de lo que ya los tenía—. Y toda clase de aparatejos de magia, tantos y tan sofisticados que no creo que ni siquiera te los puedas imaginar.
Glass se preguntó si acaso hablaba con un ligero acento británico. ¿O tal vez había pensado Riley que él era inglés? De cualquier modo, tanto daba. Imaginó que encendía un cigarrillo: vio prender la cerilla, notó el delicioso y penetrante gusto sulfúrico, la aspereza del humo que le arañaría entonces la garganta.
—Hay una cosa que quiero preguntarte —dijo Riley, y adelantó su cabeza de alcornoque, casi enana, sobre el tallo que tenía por cuello—. ¿Por qué has accedido a hacer esto?
—¿A hacer qué?
—Escribir la biografía del Gran Bill.
—No creo que eso sea asunto tuyo —dijo Glass tajantemente. Miró por la cristalera la neblina, la lluvia. Se había mudado de Dublín a Nueva York tan sólo seis meses antes con la idea de quedarse por tiempo indefinido; tenía un apartamento en CentralPark West y una casa en Long Island, o más bien era su esposa quien tenía ambas propiedades; sin embargo, aún no había logrado acostumbrarse a lo que en su fuero interno consideraba la «burla neoyorquina». El que tiene un puesto en la esquina y que vende perritos calientes te dice «gracias, tío», y se las ingenia para que algo tan sencillo suene alegremente despectivo. ¿Cómo lograban ajustarse las cuentas los unos con los otros de una forma tan peculiar, siempre socarrona,en el fondo discutidora, y siempre igual?
—Dime —dijo— qué es lo que sabes del señor Mulholland.
—¿Quieres que te lo diga por la cara? —Riley volvió a esbozar su sonrisa de suficiencia, y entonces se recostó en el sillón y miró al techo a la vez que se acariciaba los pelos de la perilla—.
Bonito, bonito. Muchas gracias por publicar un cachito tan largo. Y me digo yo… ¿de qué me suena esto?… hasta que veo que se llama John Banville… y me sigo diciendo yo… ¿qué he leído yo de este hombre que recuerdo que me gustó?
Y no me acuerdo, qué pena. Tendré que pillar algunos libros de este Banville. Muchas gracias.