Ellas solas / Virginia Nicholson

El destino fue cruel para muchas mujeres durante los desoladores años
de la guerra. Sin embargo, su sufrimiento no se apaciguaba por el hecho
de ser compartido. Como las voces de los sectores menos destacados de           
la sociedad son difí­ciles de oí­r, sólo podemos intuir el dolor y las esperanzas
arruinadas en las vidas de las innumerables May Jones de todo el
paí­s. Pero, en cualquier caso, hubo muchas mujeres que contaron su historia,
y abundan también los documentos que dan testimonio de su destino.
Este libro es un intento de comprender y escuchar lo que aconteció
a toda una generación de mujeres que, como consecuencia de una tragedia
histórica, dejaron de depender económicamente de los hombres y se
vieron obligadas a construir su propia identidad y su futuro bienestar.

Un silencio oscuro no formaba parte, precisamente, del destino de Gertrude
Caton-Thompson. En 1983, a los noventa y cinco años, se sentó a
redactar sus memorias y, al mirar atrás, pudo contemplar una vida repleta
de éxitos profesionales y de logros personales. Fue una arqueóloga eminente,
una investigadora formidable y una exploradora intrépida. Durante
muchas décadas, Gertrude viajó y participó en un gran número de excavaciones
y dejó su legado en el campo de la arqueologí­a con estudios
de amplia repercusión sobre la prehistoria africana. Los trabajos que
publicó en su especialidad todaví­a sirven de referencia y el mundo académico
la recompensó con prestigiosas becas.
Pero no habí­a nada en el entorno o en la educación de Gertrude que permitiera presumir la posterior evolución de esta mujer de la épocaeduardina. Nacida en 1888, era tan solo un poco más mayor que May Jones, pero sus familias se situaban en polos opuestos. Los Caton-Thompson eran gente bien, cultos, deportistas y con buenos contactos. Cuando tení­a cinco años y su hermano siete, su padre, que era abogado, murió. Su madre volvió a casarse con un acaudalado médico, también viudo, y los niños se educaron en los cuatro paí­ses pertenecientes al Reino Unido, junto a una gran familia de hermanastros. Su paso por un internado de chicas en Eastbourn le dejó, según cuenta ella, una educación a medias y una absoluta falta de formación intelectual. Aunque enfermaba con frecuencia de una molesta bronquitis, su carácter era entusiasta, nada proclive a veleidades románticas. Durante los veranos de su juventud previos a la guerra, salí­a a remar por el Támesis con un grupo de bellezas eduardinas y de jóvenes con canotiers. De vez en cuando, acompañaba a su familia a Escocia, donde pescaban salmón y cazaban perdices. En el invierno frecuentaban St Moritz a causa de la salud de su madre, donde Gertrude esquiaba y bailaba hasta la madrugada. Pero, por encima de todo, a Gertrude le apasionaba cazar. Disponí­a de dos caballos para cazar y, durante la temporada de 1908 y 1909, estuvo cabalgando junto a los perros, cinco dí­as cada dos semanas.

¿Para qué otras cosas tení­a tiempo esta mujer tan enérgica? Como cabe esperar de una chica de su clase, entre sus habilidades figuraban pintar con acuarelas y un cierto dominio del violí­n. Recordaba con cariño los conciertos a los que asistí­an; los gustos de Gertrude iban desde Wagner hasta Rimski Korsakov, de Gounod a Beethoven. Su familia acudí­a a misa invariablemente. También solí­an pasar sus vacaciones en el extranjero, la mayorí­a de las veces sólo Gertrude acompañada de su madre; fueron a Italia, Francia, Israel, Creta, Sicilia y Egipto. Comentaban las excavaciones y las ruinas con interés. A Gertrude le interesaba la arqueologí­a y habí­a asistido a varias a conferencias en el Museo Británico sobre los antiguos griegos, pero también le encantaba volver a casa y dejarse llevar por el vértigo social de las partidas de golf, tenis, bridge, hockey o badminton, o participar en carreras de caballos campo a través.

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Y añado este cachito también:

PROFUNDAMENTE AMADOS Y TRISTEMENTE Aí‘ORADOS

De esta manera, las mujeres inglesas, siempre conscientes de que cualquier marido era mejor que ninguno, veí­an como la guerra les iba arrebatando a sus futuros compañeros. Incluso antes de 1914, Monica Ingram tení­a razón: no habí­a hombres suficientes para todas. En 1911, en Gran Bretaña habí­a seiscientas sesenta y cuatro mil mujeres más que hombres.
Esto se debí­a a que habí­an muerto más bebés niños y también a que muchos habí­an emigrado a las colonias. En 1914, medio millón de hombres abandonó el paí­s para servir al Imperio en la India, Australia, Canadá, Kenia… Cuando estalló la guerra, la mayorí­a regresó para luchar por el rey y su patria, y acabaron muertos por las arma de fuego, las explosiones o, como todos aquellos que se quedaron en la retaguardia, como consecuencia del gas. Entre 1914 y 1918 murieron unos setecientos mil hombres ingleses:* uno de cada ocho de los que partieron al combate –el nueve por ciento de los hombres ingleses menores de cuarenta y cinco años–, aparte de un millón seiscientos sesenta y tres mil heridos. Inanes ante la masacre, toda una generación de mujeres esperaba en vano a que sus hombres volvieran a casa.

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El dí­a de Navidad de 1915, una joven enfermera esperaba llena de ilusión a su prometido, que disfrutaba de un permiso. Al contemplar el mar picado desde el vestí­bulo del Gran Hotel de Brighton, se preguntaba si tendrí­a una travesí­a apacible. A las diez de la noche aún no habí­a recibido noticias suyas. Estaba desilusionada, pero no excesivamente preocupada. Era domingo, el dí­a de Navidad, y tampoco resultaba extraño que no hubiera podido enviar un mensaje. Tendrí­a noticias suyas por la mañana. Al dí­a siguiente se arregló con esmero, pues querí­a tener el mejor aspecto para su amor. Por fin, llegó el esperado aviso por teléfono y salió corriendo jovialmente al pasillo. Pero el mensaje que recibió destrozó todos sus sueños. Dos dí­as antes, la ví­spera de su permiso, Roland Leighton, el prometido de la enfermera, habí­a salido a reconocer una trinchera que comunicaba la de su batallón con tierra de nadie. Habí­a que reparar las alambradas y Leighton querí­a asegurarse de que el camino estaba despejado antes de salir con una patrulla a hacer el trabajo.
Desafortunadamente, habí­a luna llena. Ignoraba que los alemanes habí­an emplazado una ametralladora que barrí­a su trayecto y, apenas se puso a su alcance, las balas le acribillaron el estómago. Dos de sus compañeros arriesgaron sus vidas arrastrándolo hasta la trinchera inglesa. En el puesto de curas, el médico le administró una gran dosis de morfina, pero no habí­a nada que hacer: veinticuatro horas más tarde, Roland Leighton fallecí­a.

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