El árbol de la ciencia, de Pí­o Baroja

A este libro lo relaciono directamente con El Quijote porque fue su sucesor en las lecturas obligatorias de los chavales de bachillerato. Así­ como las aventuras del manchego las he leí­do tres veces, con sentimientos encontrados, a esta novelita de Baroja nunca la habí­a pillado el gusto. Hasta que te encuentras un dí­a con nada que leer y espulgas un poco la biblioteca. A ver qué es esto que tanto se recomendaba a los estudiantes…

Pí­o Baroja, médico (con una tesis sobre el dolor) y pesimista crónico, nos presenta la historia de uno de sus clásicos personajes desarraigados, Andrés, desde que entra en la universidad hasta que… hasta que… En fin, empecemos por el principio, dejando mayormente la palabra al autor de tan educativo libro.

Familia bastante impresentable. La madre, navarra fanática (¿?).

La madre de Andrés, navarra fanática, habí­a llevado a los nueve o diez años a sus hijos a confesarse.

El padre, bruto y prepotente.

Don Pedro, sin pensarlo, era un hombre a la antigua; la sospecha de que un obrero pretendiese considerarse como una persona, o de que una mujer quisiera ser independiente, le ofendí­a como un insulto.

De bares con los amigos.

Entre ellas llamaba la atención una rubia muy guapa, acompañada de su madre. La madre era una chatorrona gorda, con el colmillo retorcido y la mirada de jabalí­. Se conocí­a su historia: después de vivir con un sargento, el padre de la muchacha, se habí­a casado con un relojero alemán hasta que éste, harto de la golferí­a de su mujer, la habí­a echado de su casa a puntapiés.

Un compañero de instituto.

Sin ser inteligente, sentí­a tal curiosidad por el funcionamiento de los órganos, que si podí­a se llevaba a casa la mano o el brazo de un muerto para disecarlo a su gusto. Con las piltrafas, según decí­a, abonaba unos tiestos o las echaba al balcón de un aristócrata de la vecindad a quien odiaba.

Primeros (y fugaces) amores.

Al verla, Andrés se estremecí­a y se echaba a temblar. Un dí­a la oyó hablar con acento gallego y sin saber por qué, todo su terror desapareció.

Un amigo suyo, también gallego, le da la lata hablándole de su maravillosa amada.

Cuando Lamela le mostró un dí­a a su amada, Andrés se quedó estupefacto. Era una solterona fea, negra, con una nariz de cacatúa y más años que un loro. Además de su aire antipático, ni siquiera hací­a caso del estudiante gallego, a quien miraba con desprecio, con un gesto desagradable y avinagrado. ../..

– Chico –decí­a, sonriendo y agarrando del brazo a Andrés-. Ayer la vi
– ¡Hombre!
– Sí­ â€“ añadí­a con gran misterio-. Iba con la señora de compañí­a; fui detrás de ella, entró en su casa, y poco después salió con un criado al balcón. ¿Es raro, eh?
– ¿Raro? ¿Por qué? –preguntaba Andrés.
– Es que luego el criado no cerró el balcón.

Un poco de filosofí­a para explicar la cosa.

La inteligencia lleva, como necesidades inherentes a ella, las nociones de causa, de espacio y de tiempo.

Otro poco de antisemitismo.

– …Y Dios, seguramente, añadió: “Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoí­stas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque este fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá”. ¿No es un consejo admirable?
– Sí­, un consejo digno de un accionista de Banco – repuso Andrés
– ¡Cómo se ve el sentido práctico de esa granujerí­a semí­tica! –dijo Iturrioz-. ¡Cómo olfatearon esos buenos judí­os, con sus narices corvas, que el estado de conciencia podí­a comprometer la vida!

Descanso. Escuetas y elegantes descripciones.

En las casas comenzaban a iluminarse las ventanas. Filas de faroles iban encendiéndose, formando dos lí­neas paralelas en la carretera de Extremadura. De las plantas de la azotea, de los tiestos de sándalo y de menta llegaban ráfagas perfumadas…

Más de luces y olores:

Enfrente, hacia el pueblo, se veí­a una calle ancha, con unas casas grandes, blancas y dos filas de luces eléctricas mortecinas. La luna, en menguante, iluminaba el cielo. Se sentí­a en el aire un olor como dulce, a paja seca.

Se va a trabajar a un pueblo.

Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, un absurdo completo.

El pueblo no tení­a el menor sentido social; las familias se metí­an en sus casas, como los trogloditas en su cueva. ../.. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salí­an más que los domingos a misa.

Los cultos del pueblo.

Tení­an frases hechas, que las empleaban a cada paso: el ascua de la inteligencia, la flecha de la sabidurí­a, el collar de perlas de las observaciones juiciosas, el jardí­n del buen decir…

Canciones de la guerra de Cuba

Parece mentira que por unos mulatos
Estemos pasando tan malos ratos;
A Cuba se llevan la flor de la España
Y aquí­ no se queda más que la morralla

Hablando del hombre de campo

En todas partes, el hombre en su estado natural, es un canalla, idiota y egoí­sta.

Consejos a unas prostitutas

No tenéis odio siquiera. Tened odio; al menos viviréis más tranquilas

Lo que piensa de la justicia

La ley es siempre más dura con el más débil. Automáticamente pesa sobre el miserable. Es lógico que el miserable, por instinto, odie la ley.

Y de los toros.

Los domingos, sobre todo cuando cruzaba entre la gente a la vuelta de los toros, pensaba en el placer que serí­a para él poner en cada bocacalle una media docena de ametralladoras y no dejar uno de los que volví­an de la estúpida y sangrienta fiesta

Funeral valleinclanesco.

Adiós, Rafael ¡tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así­ moriré yo también! ¡En la miseria!, porque soy un bohemio y no venderé nunca mi conciencia. No.

Ya en las últimas páginas, Baroja nos da un breve respiro permitiendo que su héroe encuentre el amor, se case y sea feliz. Pero… ¡atención!, en las ultimí­simas páginas, como no podí­a ser menos, sucede lo siguiente a toda velocidad, cual metralleta en bocacalle: su mujer queda embarazada, están a punto de tener un hijo que él no desea (va en contra de todas sus ideas traer un nuevo ser al mundo), en el parto muere el niño y muere la madre. El protagonista, para no ser menos, se suicida. Fin. íšltima frase: “Habí­a en él algo de precursor”. Jopé, entonces la que nos espera…

Ya acabo. El libro lo recomiendo, de verdad, se divierte uno, es ágil, fresco y ocurrente, como casi todo Baroja. Además es pequeño y se puede llevar en el bolsillo. Pero, por favor, no se lo dejen a chavales sin la suficiente formación, que con que se mate el protagonista ya vale.

Alberto Arzua

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