Son los primeros párrafos de la primera novela de Ramón J. Sender, una obra la suya injustamente olvidada, sobre todo esta primera novela, que trata de un oscuro episodio de nuestra historia, ya antigua, ya olvidada, como fue el desastre de Anual. Contado desde el punto de vista de un soldado raso que no sabe qué hace allí, que escapa milagrosamente y que relata a su modo sus desventuras y trabajos, y las de sus compañeros. Es la voz de los que son carne de cañón. Y Sender sabe meterse admirablemente al lector en el bolsillo, apoyado en un lenguaje prácticamente visual, cinematográfico.
Uno lee esta primera página y ya sabe que tiene entre manos una obra maestra.
Cuatro carros de asalto entran a media tarde en el campamento. Ruido inseguro de chatarra en la solidez del silencio. Traen la sequedad calcárea de los desiertos que rodean la posición y cierran las perspectivas sin un árbol, sin un pájaro. Poco antes llegaron dos batallones precedidos por los cuervos, que son la vanguardia espontánea de las columnas. Noventa kilómetros en tres jornadas. Esa marcha también la hicimos nosotros para venir aquí. El sol de agosto en la cara por la mañana, desde el amanecer, y después sobre la cabeza y en la espalda a medida que transcurre el día. Treinta kilos de equipo, los hombros desollados por el correaje y el sudor, las plantas de los pies abiertas y la cal del camino en las grietas. Hacia mediodía se escupe ya un barro grisáceo. El agua, caliente y todo, sería una gran cosa si no se hubiera acabado en los diez primeros kilómetros. Ochocientos hombres, mudos, sordos, con paso resignado de autómatas. La mochila del de delante limita todos los horizontes. No se sabe a dónde se va, quizá no se vaya a ningún sitio o quizá al fin del mundo. Puede que la misión de uno cuando nació fuera andar eternamente. El polvo borra las cejas, pone una máscara gris en todos los rostros de tal modo que no nos conocemos. Los cincuenta cartuchos de la espalda se clavan en el espinazo. Y llevamos ciento cincuenta y cinco más en otras cartucheras. La manta terciada, zurrón con el paquete de curación, el vaso, el plato, la funda del jergón individual liada a la espalda, la mochila con el equipo de invierno y las tres mudas, los fuertes zapatos, el capote-manta, pesado como un hábito de fraile, y luego el correaje con las cartucheras llenas, el machete de nuevo modelo, el fusil. El cansancio llega a anestesiar. No se sienten los pies, ni las hendeduras de las correas que nos cruzan el pecho, ni el calor. Si se pudiera respirar aire limpio y tiráramos nuestra carga, puede que un extraño ímpetu nos llevara en vilo. Andaremos siempre, y será mejor porque en el momento en que nos detengamos caeremos a tierra como peleles.
No se piensa en nada ni se ve nada. Los últimos kilómetros, amasado el cansancio con las primeras sombras del atardecer, tienen algo de pesadilla. Hace dos horas que se ve el campamento casi al alcance de la mano y un espíritu satánico lo aleja. Cuando, por fin, entramos, lo cruzaríamos y seguiríamos andando como sonámbulos si no nos mandaran alto e hicieran cerrar la columna y colgarse bien el fusil -«¡las culatas atrás!»- para desfilar cantando el himno. También los batallones llegados hoy han entrado cantando el suyo. El jefe de la posición, sentado ante un vaso de cerveza, se indigna siempre por la poca bizarría de las voces.