“Niños de tiza”, de David Torres, es, a pesar de todo, una buena novela.
“A pesar de todo” quiere decir que yo me he encontrado con dos grandes piedras en el camino de su lectura.
De una parte, el protagonista es tan “extremo” en su personalidad, sus rasgos están tan estilizados, que me resulta difícil identificarme en casi nada con él. Excepto en un par de momentos puntuales, nunca me ha metido en su piel. Lo mismo ocurre con su “entorno vital”: su barrio, mayormente, y sus amigos. Se ven demasiados tópicos. Y no han sido los tópicos en los que viví mi infancia.
Aunque resulta que es impresionante la comunión que logra establecer entre el medio y el personaje. Las relaciones entre ellos (¿quién ha hecho a quién?) están muy bien descritas y fundamentadas. Aparecen una y otra vez, en la realidad cotidiana del barrio y en las alucinaciones del protagonista y nunca pierden fuerza. Hay momentos que literariamente me han parecido muy bonitos, quiero decir, muy bien expresados.
Por otra parte, hay novelas a las que un narrador en primera persona (es decir, que sea el protagonista el que va contando la historia) no le vienen bien. Y ésta, pienso, es una de ellas. No le viene bien porque, inevitablemente, hay un final que nunca será posible (la muerte del protagonista) y, en este caso, ése era el desenlace más lógico y pedido, no sólo por el devenir de la historia, sino también por el pesimismo vital que rezuma la novela.
“A pesar de todo”, creo, es una buena novela. Hay mucha verdad sociológica en su reconstrucción de un barrio periférico de los años 60; hay mucho “encanto” en las líneas que trazan las peripecias de sus compañeros de clase, de otros niños del barrio, de su padre, del cura, de su tía, …; pinta muy bien lo que ha cambiado y lo que no en cerca de 40 años; mantiene un cierto suspense; y podéis encontrar de todo: peleas, sangre, muertes, amor, desamor, celos, nostalgia, sexo, amistad,…
Esto dice “Lecturalia”:
“Niños de tiza recupera para la literatura un escenario cercano pero apenas utilizado: el de quienes crecieron en los años finales de la dictadura en los barrios periféricos, entre traficantes de heroína, curas rojos, madres abnegadas y bandas callejeras. Bajo el ropaje de una novela negra y la guía de Roberto Esteban (el inolvidable protagonista de El gran silencio), David Torres pinta por primera vez la Transición en pantalones cortos, un evocador retrato de la nostalgia, el amor y el paraíso perdido de la infancia.”
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