He acabado de leer “Un ser abominable” de Sjöwall Maj y Wähloo Per.
Hace muchos, muchos años (más de veinte) cuando alguien me pedía que le recomendara novela negra yo le indicaba siempre que leyera a “los suecos esos” (su nombre es complicadísimo). Los suecos eran Sjöwall Maj y Wähloo Per, una matrimonio sueco, del partido comunista (ahí es ná) que escribía novela negra de la muy buena. Sus novelas eran, en aquellos tiempos, sólo dos: “Asesinato en el Savoy” y “Los terroristas”, las únicas que se habían publicado en castellano de la serie de Martín Beck. Durante mucho tiempo era casi imposible encontrarlas en las librerías porque su única edición estaba agotada. Conservé aquellos ejemplares con mucho más mimo que casi ninguna de mis otras novelas.
Ahora, desde hace un par de años o tres, están publicando en español toda la serie. Cuando sale una nueva, la devoro. Ella se convierte en la primera de mi muy larga lista de novelas por leer.
Luego, cuando la acabo, tengo que admitir que el paso del tiempo ha sido bastante cruel con la serie. Queda una novela bien escrita, bonita, pero con poca garra, muy poco negra incluso. Es una novela para nostálgicos. Algo así como un viejo bolero. Cuando salga la próxima, la devoraré.
Lee el primer capítulo de esta novela:
MARTIN BECK 07
I
Poco después de medianoche dejó de pensar.
Había estado escribiendo algo un poco antes, pero ahora el bolígrafo azul yacía delante de él, sobre el periódico, exactamente en la columna de la derecha del crucigrama. Estaba sentado erguido e inmóvil sobre una vieja silla de madera, frente a una mesa baja en aquella pequeña habitación del ático. Sobre su cabeza colgaba una pantalla redonda y amarillenta con un gran reborde. El tejido había empalidecido por el tiempo, y la luz de la débil bombilla era nebulosa e insegura.
Todo estaba tranquilo en la casa. Pero era una quietud relativa, pues dentro había tres personas respirando, y del exterior venía un murmullo indistinto, como un latido apenas discernible. Como el del tráfico en unas lejanas carreteras, o el de un distante mar revuelto. El sonido de un millón de seres humanos. De una gran ciudad en su sueño lleno de ansiedad.
El hombre de la habitación del ático estaba vestido con un pesado chaquetón beige, pantalones grises de esquiar, un jersey negro con cuello alto, hecho a máquina, y botas negras de esquiador. Tenía un bigote grande aunque bien cuidado, sólo una tonalidad más oscuro que el cabello peinado cuidadosamente hacia atrás y formando ángulo sobre la cabeza. Su cara era estrecha, de neto perfil y rasgos pronunciados, y tras la rígida máscara de resentimiento, acusación e intención obstinada, había una expresión casi infantil, de debilidad y perplejidad atrayentes, y, sin embargo, un poco calculadora.
Sus ojos azul claro eran graves, pero sin expresión.
Daba la impresión de ser un muchacho que de repente se hubiera hecho mayor.
El hombre siguió sentado inmóvil durante casi una hora, con las palmas de las manos apoyadas sobre las rodillas, los ojos mirando fijamente al mismo lugar del florido empapelado ya descolorido.
Luego se levantó, atravesó la habitación, abrió la puerta de una alacena, alzó la mano izquierda y tomó algo de un estante. Un objeto largo y fino envuelto en un blanco paño de cocina con borde rojo.
El objeto era una bayoneta de fusil.
La metió en su vaina de acero azul, después de haberle quitado cuidadosamente la grasa amarillenta.
A pesar de que era un hombre alto y más bien robusto, sus movimientos eran rápidos, flexibles y precisos, y sus manos tan rápidas como su mirada.
Hebilló su correa y la pasó por el ojal de cuero de la cintura. Luego se subió la cremallera de la chaqueta, se puso un par de guantes y un gorrito de lana a cuadros y salió de la casa.
La escalera de madera crujió bajo su peso, aunque sus pasos no fueron audibles.
La casa era pequeña y vieja y se erguía en la cima de una colina que dominaba la autopista. Era una noche helada y estrellada.
El hombre del gorrito de lana dobló la esquina de la casa y se dirigió con la seguridad de un sonámbulo hacia el camino de atrás.
Abrió la portezuela delantera izquierda de su Volkswagen, entró en el coche, se sentó al volante y ajustó la bayoneta, que descansó sobre su muslo derecho.
Luego puso en marcha el motor, encendió los faros, salió retrocediendo a la carretera y se dirigió hacia el norte.
En la oscuridad de la noche el automóvil negro rodó a toda velocidad, de modo preciso e implacable, como si fuera un vehículo sin peso en el espacio.
Fueron apareciendo edificios a lo largo de la carretera, y la ciudad surgió bajo su cúpula de luces, enorme, fría y desolada, despojada de todo, excepto de las desnudas superficies de metal, cristal y cemento.
Ni siquiera en el centro de la ciudad había vida callejera a aquellas horas de la noche. Con la excepción del paso de algún taxi, dos ambulancias y un coche de la policía, todo parecía muerto. El coche de la policía era negro con guardabarros blancos y cruzó rápidamente alejándose en la propia alfombra del sonido de su sirena.
Las luces del tráfico cambiaban del rojo al amarillo y al verde, y del verde al amarillo y al rojo con una monotonía mecánica sin significado.
El coche negro circulaba estrictamente de acuerdo con las normas del tráfico, jamás excedía la velocidad máxima permitida, aminoraba la marcha ante todos los cruces de calles y se detenía frente a todos los semáforos.
Se dirigió por la Vasagatan pasando por la Estación Central y el recién terminado hotel Sheraton-Stockholm, giró a la izquierda en Norra Bantorget y siguió al norte por Torsgatan.
En la plaza había un árbol iluminado y el autobús 591 esperando en su parada. La luna aparecía sobre St. Eriksplan y las manecillas azules de neón del edificio Bonnier indicaban la hora. Eran las dos menos veinte.
En ese instante, el hombre que iba en el coche cumplía precisamente los treinta y seis años de edad.
Ahora se dirigió hacia el este a lo largo de Odengatan, pasó junto al desierto parque Vasa, con sus frías farolas blancas y las gruesas y ramificadas sombras de diez mil ramajes de árboles sin hojas.
El coche negro giró otra vez a la derecha y rodó unos ciento veinticinco metros más hacia el sur a lo largo de Dalagatan. Luego frenó y se detuvo.
Con estudiada negligencia, el hombre del chaquetón y el gorrito de lana aparcó el coche metiendo dos ruedas en la acera, frente a la escalera del instituto Eastman.
Se apeó en la oscuridad y cerró de un portazo la portezuela.
Era el sábado 3 de abril de 1971.
Hora: la una y cuarenta minutos. No había ocurrido nada en particular.