A la manera de los antiguos griegos -de mente clara y lógica- nuestro Federico García Lorca, nacido para mayor gloria del Supremo Creador, el 5 de junio de 1898 en Fuentevaqueros y muerto el 19 de agosto de 1936 en Alfacar, en el crepúsculo de su vida escribió «La Casa de Bernarda Alba».
En esta obra, escrita en prosa por el luminoso romancero, llena de símbolos, se amalgama -en plena madurez autoral y con la elegancia del hombre de mundo que ha conocido la fama en el nuevo continente- la magia escénica con el fuerte aroma poético que siempre fluyó de su pluma. De esta suerte, a la luz artificial -tan saturada de ilusión- del escenario se presentan ante el asombrado espectador las pasiones básicas del ser humano: el sexo, la maternidad y la muerte. La defensa de la estirpe mueve a Bernarda Alba, quien ve como giran a su alredor Angustias, Martirio y Adela, y, sobre todo, Pepe el Romano, único generador del pecado que va llenar de luto a esa folklórica casa andaluza.
«La Casa de Bernarda Alba» se inscribe en el Teatro Mayor del ilustre egresado de la Universidad Complutense, junto con Bodas de Sangre y Yerma. Yo que he visto el valor universal de la obra de García Lorca, al presenciar en mágicos escenarios naturales de la sierra mexicana -Oxolotán, Tabasco-, precisamente «Bodas de Sangre» protagonizada por indígenas de la región, sé muy bien que en cada plaza pública del mundo que hoy se expresa en la lengua de Cervantes, no faltará el joven estudiante, la ama de casa, el campesino, el obrero, que recordando que en este agosto se conmemora la muerte del Poeta, declame un verso de García Lorca.
¡Vaya! si yo tuviera algún mando en el gobierno de cualquier provincia o municipio hispanoamericano, insólitamente,-digo insólitamente porque en ese supuesto representaría a una autoridad civil- decretaría el mes en curso, el mes de Federico García Lorca.
Matías Antonio Ocampo Echalaz