Un libro de Bech / John Updike

Primer volumen de una trilogía (Un libro de Bech, El regreso de Bech, Bech en la bahía) compuesta por relatos habitual y torpemente considerados cómicos. A su protagonista , un escritor judío en horas bajas, se le suele tomar por un sosías del autor. Nada más lejos de la realidad pues ni Updike es judío ni paró de escribir hasta el mismo día de su muerte. Sin embargo la clarividencia con la que analiza su entorno el tal Bech es hija directa de la asombrosa inteligencia y capacidad comunicativa de su creador, uno de mis escritores favoritos, otro más entre tantos y tantos que desprestigian alegremente la institución del premio Nobel.

De John Updike poco nuevo se puede decir. Mejor gozar con algunas citas.

Costumbres rusas

Se disponía a besar a Ekaterina también en la mejilla, pero ella volvió la cara para que sus bocas se encontraran y él se dio cuenta, horrorizado, de que tendría que haberse acostado con ella.

Una bailarina comunista

Su sonrisa, al acabar cada número, combinaba triunfalmente un guiño conspirativo, una sublime humildad y la aturdida felicitación a uno mismo de la euforia postcoital.

Visto desde el avión.

Seis semanas antes, cuando volaba desde Nueva York, Bech había esperado que Moscú fuera su flamígero equivalente y, en vez de eso, vio, a través de la ventanilla del avión, una madeja de luces amontonadas no más brillantes, en aquella inmensa llanura negra, que el cuerpo de una joven en una habitación a oscuras.

Detalle en medio de una conversación

El presidente se aclaró la garganta suavemente y levantó su copa de la mesa un par de centímetros, de manera que formó con su reflejo una especie de naipe.

Un origen cualquiera del amor

En un momento dado, la profesora, una vieja y amorfa dama ucraniana con caninos de oro… había ejecutado una rápida serie de piruetas con tal orgullosa facilidad que todas las chicas, que se repartían como cervatillas a lo largo de la pared, habían aplaudido. Bech las había amado por eso.

De cómo una campesina recuerda a una poetisa.

Detrás de ella, ora escondiéndose entre sus faldas, ora escapándose a la carrera, andaba su hijo, un niñó de no más de tres años. Al pequeño le seguía fielmnente de un lado a otro un cerdito blanco, que se desplazaba, como hacen los cerdos, de puntillas, con cambios de dirección llamativamente bruscos. Algo en aquella escena, en la franca alegría de la amplia sonrisa de la mujer y el modo natural como el pelo se le apartaba de la cabeza, algo en la bruma de la montaña y en la hierba descuidada y esponjosa en la que había empezado a formarse escarcha por la noche, evocaba para Bech una ausencia sin nombre a la que estaba vinculado, como un caballo a un prado, la imagen de la poetisa, con su cara despejada, sus bonitas piernas, su ropa parisina, y su esmeradamente cepillado cabello.

Intereses (dis)pares

… al agachar más la cabeza y apretarse los ojos con las palmas de las manos, las solapas se separaron y sus pechos colgaron lustrosos ante los ojos de Bech. Intentó encontrar unas palabras de consuelo, pero sabía que ninguna sería lo bastante consoladora salvo “Cásate conmigo”.

Clarividente depresión

Su miedo, como una fiebre o una humillación profunda, desnudaba la belleza velada de las cosas. Sus ojos apagados, depurados del sano egoísmo, descubrían una asombrada ternura, como el susurro de una virgen, en cada ramita, nube, ladrillo, guijarro, zapato, tobillo, montante de ventana o matiz de cristal de botella en una remota colina.

¡Y que siga deprimido y que siga comparando!

…alzó la mirada hacia las cumbres… y la grandiosidad del teatro… aumentó la dolorosa acumulación de miedo que le resultaba tan difícil de desalojar y llevaba tan adentro como una elástica esposa joven lleva en su vientre su primer fruto.

De mujeres y de nosotros

Todo se debió a su empeño en dejarse hechizar y a que se autoengañó al ver a las mujeres como deidades, ídolos cuya joya no estaba engastada en el centro de sus frentes sino entre sus piernas, con otra añadida entre los labios y más pares esparcidos por todas partes, de los tobillos a los ojos, a lo largo de sus formas adorables y extrañas.

Paréntesis

A su vez, Bech había tomado a Goldschmidt por uno de esos hombres hechos a sí mismos que han pagado el precio (por no dejar que Dios los hiciera) de pequeños defectos, como sordera interna y neuralgia constante.

Alberto Arzua

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