La sombría novela The Road, de Cormac McCarthy. Es uno de los fenómenos editoriales de los últimos años y uno de los libros más vendidos, a pesar que tras leerlo uno llega a la conclusión de que es imposible saber qué gusta y por qué. En la literatura fantastica de McCarthy la esperanza tiene la silueta de un árbol calcinado y los diálogos son de papel de lija.
Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior.
Primera hostia en la frente. No hay excusas, Cormac avisa «y cada uno de los días más gris que el día anterior». Se trata de una prosa absolutamente depurada. Eso es lo primero que sorprende. Nada de adjetivos sobrantes, todo es descarnado como un coche de aquellos fabricados en la antigua RDA. El estilo es casi no hay estilo.
Por la mañana se pusieron de nuevo en marcha. Hacía mucho frío.
McCarthy podría haber dicho, «Por la mañana se pusieron en marcha, tiritando, pues el frío era intenso. Sus corazones temblaban y el mundo parecía haber queda inmóvil y bla bla bla», pero no. El amigo Cormac dice: «Hacía mucho frío», y no se hable más. No hay concesiones, el lector sufre con ese par de protagonistas, padre e hijo dejados de la mano de dios, y creo que nunca mejor dicho.
Sostengo que leer The Road es un ejercicio de masoquismo. Nos gusta sufrir. Recuerdo que tuve que parar de leer, separarme del libro, de la historia. «Hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente», que diría el poeta Pessoa. Y al retomarlo, diciéndome aquello de que “esto es ficción”, empecé a disfrutarlo.
Porque la novela es de las mejores que, en literatura fantástica y otros géneros, he leído en mucho tiempo, con elementos de terror sobriamente dosificados, que causan doble impacto por esta misma razón. Un auténtico descubrimiento.
Desde el espigón miraron hacia el sur. Una saliva gris de sal enroscándose perezosamente en la cubeta rocosa. Más allá la larga curva de la playa. Gris como arena volcánica. El viento que venía del agua olía ligeramente a yodo. Nada más. Ni asomo de olor a mar. En las rocas vestigios de un oscuro musgo marino. Cruzaron y siguieron adelante.
Sí, hasta a veces nos regala cosas Cormac. Nos regala una terrible exactitud en todo lo que describe. En su primera novela había esta precisión pero había barroquismos innecesarios que el tiempo ha borrado de sus portentosas páginas.
¿Qué vas a hacer, papá?
Echar un vistazo.
¿Puedo ir contigo?
No. Quiero que te quedes aquí.
Yo quiero ir contigo.
¡Oh! Tomado así parece el diálogo matutino en una estación de metro, y, en cambio, funciona. Casi sin signos, sin guiones, sin nada. ¿Para qué? El artilugio rueda solo. Describir una y otra vez un paisaje (el tercer protagonista) desolado, uniforme y no causar una interrupción súbita en la lectura, está al alcance de muy pocos. Y es que uno de los logros de la novela es que se gana la credibilidad del lector desde las primeras páginas.
Último. Queda claro que apoyo la lectura de esta obra, que la recomiendo vivamente. El mensaje. ¿Hay mensaje?
Los días se sucedían penosamente sin cuenta ni calendario. A lo lejos en la interestatal largas hileras de coches carbonizados y herrumbrosos.
Lo único que se me ocurre es que el autor estadounidense nos recuerda que los seres humanos somos una anomalía, un virus para el planeta que tarde o temprano dejaremos esquilmado. ¿Sí? Y en caso afirmativo, quién es el primero que empieza… Hasta el que parece ser el último de los padres de la tierra ama y protege a su hijo a toda costa.
Pero es un debate abierto, otra de las gracias del libro es que acepta todo tipo de interpretaciones.