Parece ser que para la mitología griega Némesis es la diosa de la justicia retributiva, la venganza y la fortuna. La tal Némesis, que actualmente se usa más como sinónimo de enemigo, se dedica a sancionar la desmesura, no permitiendo que los hombres sean demasiado afortunados. Pues qué maja.
Philip Roth, escritor profesional, ha debido de andar hurgando por el diccionario en busca de inspiración. Y esa (falta de) inspiración ha sido su némesis. Como necesitaba otra idea para dar más enjundia a su próxima novela, tiró de fichero y sacó la palabra “polio”, una devastadora epidemia que asoló su ciudad (y muchas otras) en los años 40. Y con estos dos conceptos se ha montado una novelita. La némesis de la polio o la polio como némesis.
Philip Roth, escritor profesional, escribe muy profesionalmente, tanto que su nombre suena con frecuencia para el premio Nobel. Pero, en mi opinión, ha pasado de ser un artista sobresaliente a un artesano estupendo. Y yo en esto de la literatura no estoy por la filigrana sino por la emoción.
Philip Roth ha sido uno de mis escritores favoritos desde su primer bombazo (El lamento de Portnoy -1959) hasta su último bombazo (Pastoral americana, 1997) por la sencilla razón de que ha escrito una buena decena de novelas sencillamente prodigiosas. En todas ellas sacaba a colacíón su propia identidad judía indefinida y no pocas dosis de sexo crudo. Es decir, que ponía su alma en el asador.
Cuando se cansó del asunto (a lo mejor no tenía más que decir) y se puso estupendo, empezó a parir novelitas como churros (casi una al año) con variados argumentos y que se dejan leer con gusto a menos que busques lo que buscas en un reconocido genio de la literatura. Porque el escritor a quien adorabas por su cachonda desmesura se dedica ahora a hacer literatura para los escaparates de las librerías. Y vende más, claro. Pero a mí no me gusta.
La primera parte de esta novela me mantuvo felizmente engañado puesto que, además de que siempre resulta gratificante admirar las filigranas de un magnífico artesano, el inicio me atrajo por su cálido humanismo y por alguna sorpresita: aquello parecía que iba a trasmitir sentimiento. ¡Por fin! Pero en la segunda y tercera partes las cosas se limitan a seguir argumentalmente el conocido principio de 2 + 2 = 4. Y conste que las matemáticas pueden ser bonitas, pero en este caso no lo son, se limitan a ser matemáticas. Y cuando acabas el libro te dices, vaya, Philip Roth ha escrito una novela de 205 páginas que no me ha dicho nada. Con decirles a ustedes que hay partes que te suenan, sin ánimo de ofender, a Corín Tellado…
Claro que siempre queda su asombrosa habilidad profesional. Como muestra de ella acabo con una larga cita que se podría utilizar en clases de escritura creativa como modelo de descripción de una persona.
Medía aproximadamente un metro sesenta y cinco, y aunque era un excelente atleta y un temible competidor, su estatura, combinada con su vista deficiente, le había impedido formar parte de los equipos universitarios de fútbol, béisbol o baloncesto, y en las competiciones entre centros docentes había limitado su actividad deportiva a la jabalina y la halterofilia. Coronaba su cuerpo compacto una cabeza de buen tamaño, cuyos rasgos estaban formados por ángulos muy pronunciados: pómulos anchos y muy marcados, frente alta, mandíbula angulosa y una nariz larga y recta con un puente prominente que prestaba a su perfil la agudeza de una silueta grabada en una moneda. Sus labios carnosos estaban tan bien definidos como sus músculos, y tenía el cutis atezado durante todo el año. Desde la adolescencia llevaba el pelo muy corto, al estilo militar, un corte que hacía resaltar sobre todo sus orejas, no porque fuesen demasiado grandes, que no lo eran, ni tampoco porque las tuviera muy pegadas a la cabeza, sino porque, vistas de lado, su forma era muy parecida a la del as de picas de la baraja o a las alas en los pies alados de la mitología, con unos extremos superiores que no eran redondeados, como lo son en la mayor parte de las orejas, sino que casi terminaban en punta. Antes de que su abuelo le pusiera el apodo de Bucky, los amigos de la infancia con los que jugaba en la calle le llamaban As, sobrenombre inspirado no solo por su precoz excelencia deportiva sino por la insólita configuración de sus orejas.
El conjunto de los planos oblicuos de su cara hacía que los ojos de color gris humo –unos ojos alargados y estrecho como los de un oriental- parecieran profundamente encajonados, como si no estuviesen insertos en órbitas, sino en cráteres. La voz que surgía de aquel rostro delineado con tanta precisión era, inesperadamente, bastante aguda, pero no por eso el aspecto del joven resultaba menos imponente. Era un rostro de hierro forjado, resistente al desgaste, revelador de una asombrosa energía, el rostro de un joven robusto en quien podías confiar.