Este escritor se hizo famoso mediante un recurso tan poco utilizado como atractivo: la ucronía. Según la RAE “ucronía” es una reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuesto acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder. En su primer superventas, Patria, planteaba un escenario en el cual los alemanes habían ganado la segunda guerra mundial. Fascinante.
Posteriormente escribió más superventas con argumentos atractivos: Enigma (código cuasi indescifrable de los nazis), El hijo de Stalin (intento de resucitar la dictadura comunista) y El poder en la sombra (tejemanejes del gobierno de Blair), además de dos novelas históricas en la más pura tradición del término: Pompeya (el Vesubio en erupción) e Imperium (primera parte de una anunciada trilogía acerca de la vida de Cicerón)
En esta que nos ocupa, Conspiración, Robert Harris incide en el tema ciceroniano, pues se trata de una reconstrucción novelada de la perdida biografía de Cicerón escrita por su esclavo y secretario Tiro, inventor de la taquigrafía, del símbolo “&” y de la abreviatura “etc.” entre otros peculiares logros.
El escritor se nos muestra en esta medio-ficción como un excelente profesional de la novela histórica: está bien contada, se lee fácil, se divierte uno… pero con moderación. Ideal para cogerla en la siesta, cerrar los ojos al cabo de algunas páginas y volver a retomarla en la siguiente siesta. Nada del otro jueves, pero muy apta para pasar el rato. Además instruye un montón. ¿Recuerdan ustedes la frase “Quosque tandem abutere Catilina, patientia nostra?» (¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia, Catilina?). Pues aquí se explica su génesis. Lo que no se explica es su posterior uso y abuso. Hubo una epoca en la que la gente, más culta que ahora, citaba esta frase en vez de decir “Me estás tocando los…”. Vease Oteiza y su libro titulado precisamente “Quosque tandem”, y subtitulado “Ensayo de interpretación estética del alma vasca”. No digo más.
De todos modos yo le encuentro un punto más de atractivo a la serie de siete (de momento) novelones acerca de la Roma antigua escritos por Colleen McCullough.
Pero, para que quede constancia de mi admiración por este estupendo escritor, cuyo méritos son mayores a los que yo aquí he expresado (más que nada por mi particular falta de entusiasmo, quizá debido a la inclemente lluvia que nos está amargando el verano por estas estéticas patrias), consigno a continuación dos lindas citas de esta novela:
El hombre acaba de ordenar cepillarse a algunos impresentables enemigos políticos y tiene que dar la noticia al pueblo.
Debido a una superstición de aquella época, un magistrado no podía pronunciar las palabras “muerte” ni “muerto” en el foro por miedo a que cayera una maldición sobre la ciudad. Así pues, Cicerón reflexionó, se aclaró la garganta de bilis espesa que había acumulado en la Carcer, se cuadró y proclamó:
– ¡Han vivido!
Simplemente genial, ¿verdad?. Pues acabo poéticamente:
Era una de esas noches en que el cielo es una aventura en sí mismo; una luna brillante corría entre inmóviles océanos de nubes plateadas. Bajo aquella celestial odisea, las tumbas que bordeaban la vía Flaminia destellaban en silencio, como una tormenta eléctrica.
Nota: la última palabra citada, «eléctrica» no constituye un ucronismo sino directamente un anacronismo, pues según el dilecto etimólogo Joan Corominas, aparece por primera vez en 1765, derivada del griego elektron, ámbar. ¡Te he pillado, Roberto!
Este Cicerón sale también unas cuantas veces en las novelas del detective romano Gordiano el sabueso, escritas por Steven Saylor, que recrean con bastante tino la época. Lo de recrear con tino la época lo digo con la boca pequeña, porque ningún autor, ni tampoco Lindsay Davis con su detective Marco Didio Falco, nos la pone tan cruda como debería ser en realidad. Lo de cruda es porque las novelas se llenarían de una crueldad que no asimilaríamos bien hoy día. Muy majo el Cicerón ese, eh, vaya bicho, me leí de él «las paradojas de los estoicos», qué profunda era esa gente, se preocupaban de aspectos filosóficos por los que ahora caminamos de puntillas y mirando a otra parte.