Verano – J.M. Coetzee

Woody Allen, en su película Zelig, cuenta la historia de una persona que empatiza tanto con los demás que se transforma, física y mentalmente, en una copia del otro. Este argumento le pareció tan crudo y real a un amigo mío que se negó a verla a pesar de ser un disfrutador incondicional del humor allenigena. Mi amigo se había sentido alcanzado en lo más íntimo por el guión de la película, más allá de lo que era capaz de soportar. Supongo que su tendencia a agradar a los demás, su debilidad de carácter, quedaba tan expuesta que el dolor de verse miserablemente reflejado silenciaba futuras carcajadas.

Y cuento esto porque más de una vez en este foro he reiterado que los argumentos de las novelas me importan bien poco puesto que lo que busco -y con frecuencia encuentro- en el arte es su capacidad de emocionarme. Concedo que una trama determinada pueda tocarte la fibra, pero de una manera puramente racional, al igual que un relato brutalmente depravado se rechaza por simple animalidad. Quiero decir con esto que el arte es algo más que un proceso mental más o menos afortunado o que una defensa bestial contra el mal. El arte hace vibrar a la persona entera en toda su complejidad. ¿Cómo? No lo sé. Tan solo lo siento.

En “Verano” Coetzee habla de sí mismo. Coetzee aburre a las piedras. A las piedras. Yo no soy una piedra.

Este libro consta formalmente de cinco entrevistas que realiza un biógrafo del difunto Coetzee con cinco personas que se habían relacionado con él. Este es todo el argumento. Y no he desvelado nada. Porque es imposible.

Coetzee retrata a Coetzee (o al Coetzee que él inventa, da igual) de una forma tan despiadada que el pavor que sientes ante tanta realidad íntima crudamente reflejada te hace vibrar de gozo, amargura y reconocimiento. Vamos, que las meninges se te bajan hasta las tripas y hacen implosión. Una página tras otra, una frase suave tras otra, una respuesta anodina tras otra, una pincelada…

Suele decirse que Coetzee es un escritor para escritores. No estoy tan seguro, después de leerlo me siento menos escritor que nunca. Por simple comparación.

Pero cuidado, no quiero que nadie se equivoque: este libro aburre a las piedras.

Alberto Arzua

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