La historia del mundo sin los trozos aburridos / Fernando Garcés Blázquez

 Fragmento del libro enviado amablemente por el autor. Gracias Fernando

 

La historia del mundo sin los trozos aburridos

Fernando Garcés Blázquez

 

La primera poesía dadá

(En tiempos de las primeras leyendas, págs. 47-48)

 

En uno u otro soporte, la invención de la escritura nació de la necesidad práctica de llevar un inventario y registrar transacciones económicas, es decir, el equivalente formal al “mío, mío” de los niños cuando comienzan a hablar. De manera gradual, sin embargo, el ser humano encontró maneras de expresar ideas más adultas y abstractas como “mi dios”, “mi espíritu”, “la historia de los que son como yo”, “la belleza del que me quiere a mí”, o “mi muerte”. En un momento dado fue necesario escribir catálogos de los libros consignados en las primeras bibliotecas. Para hacerlo, los primeros escribas del mundo, oriundos de Mesopotamia, en el actual Irak, se limitaron a registrar el inicio de cada “libro”. Uno de aquellos catálogos comienza así:

 

historia-del-mundo

Guerrero noble y honorable

Donde están las ovejas

Donde están los bueyes salvajes

Y contigo yo no

En nuestra ciudad

En tiempos antiguos

Señor de la observancia de las leyes celestes

Residencia de mi dios

Gibil, Gibil (dios del fuego)

 

Entre los primeros eruditos que comenzaron a estudiar la literatura mesopotámica  algunos creyeron que estos catálogos eran poemas. De haber sido así, estos poemas se habrían adelantado 4.000 años a la poesía absurda preconizada por los dadá. Tristan Tzara (1896-1963), el fundador del movimiento dadá, consideraba que una poema se podía obtener recortando frases de un periódico, colocando las tiras en una bolsa, y escribiéndolas en un papel a medida que se sacaban al azar.

 

 

 ¡Que agonía de victoria!

(La antigüedad clásica antes de Cristo, págs 63-64)

 

Los actuales Juegos Olímpicos, celebrados a partir de 1896, tienen muy poco en común con aquellas festividades, originadas hacia 776 a.C. Primero, no se trataba sólo de meros acontecimientos deportivos, también había competiciones literarias, de poesía y de teatro. Segundo, a las mujeres les estaba vetada tanto la entrada como la posibilidad de competir, salvo contadas excepciones. Más diferente aún: no había medalla de playa, ni mucho menos de bronce. Nadie se molestaba en controlar las marcas. Sólo importaba una cosa: el poder del aquí y ahora. Los perdedores, incluido el segundo, eran basura. Píndaro de Cinocéfalos (ca. 518-438 a.C.) el poeta más laureado de aquellos festivales, lo describió sin tapujos…

 

“Y ahora tú te abalanzaste desde lo alto

sobre cuatro cuerpos, con la idea de dañarlos;

a ellos no se les ha concedido en los juegos píticos

un regreso amable como el tuyo,

y cuando volvieron junto a sus madres

la dulce risa no provocó placer a su alrededor,

sino que se ocultan en los callejones,

evitando el encuentro de sus adversarios,

desgarrados por la derrota”

 

La palabra griega para describir esta obsesión por la victoria, y únicamente la victoria, es agon. A veces traducida como “disputa”, abarcaba mucho más: el agon impregnaba cualquier competición, fuera deportiva, literaria o militar. La formulación más conocida del agon es la frase con la que las madres espartanas despedían a los hombres cuando iban a la guerra: “vuelve con el escudo o sobre el escudo”, es decir, vencedor o muerto. Lógicamente, era tanta la presión sufrida para llevar a la práctica este ideal que, con el tiempo, agon terminó significando justo lo opuesto a lo que se esperaba de un triunfador, es decir, ansiedad, crisis, dolor… de ahí nuestra palabra “agonía”.

 

En la época de Píndaro, el ideal del agon comenzaba a entrar en declive. Por eso sus poemas eran tan valorados: recreaban un ideal. Por el contrario, en los tiempos del poeta Arquíloco de Paros (ca. 712–664 a.C.), la presión del agon debió ser mucho más fuerte. En consecuencia, la confesión de su cobardía inaugura un coraje desconocido hasta entonces.

 

Un tracio es quien se lleva, ufano, mi escudo; lo eché sin querer,

junto a un arbusto, al buen arnés sin reproche,

pero yo me salvé ¿Qué me importa a mí aquel escudo?

¡Bah! Lo vuelvo a comprar que no sea peor

 

Unos dos siglos antes, sin embargo, Homero (siglo VIII a.C.) –el poeta de La Ilíada, y por lo tanto, de los grandes modelos de agon griego-, algo debió intuir. Lo hizo sólo un instante, tan breve que apenas le dedicó unos versos. Apenas una premonición, o un sueño cuyo recuerdo se desvanece nada más despertar. Héctor, el guerrero troyano más obligado a luchar por la cultura del agon, aún sabiendo que sólo le esperaba la muerte, en un momento dado se sorprende a sí mismo con el siguiente monólogo:

 

“¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Paris trajo a Troya en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?… Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?”

 

 

 

 

 

 

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