El bosque del odio / Romain Gary

 el-bosque-del-odio1 Terminaron el escondrijo con las primeras luces del alba. Era un feo amanecer de septiembre impregnado de lluvia: los pinos flotaban en la niebla, la mirada no alcanzaba el cielo. Llevaban un mes trabajando en secreto, de noche: después del crepúsculo los alemanes apenas se aventuraban fuera de las carreteras, pero de día sus patrullas solían explorar el bosque, en busca de los raros partisanos a los que el hambre y la desesperación aún no habían forzado a abandonar la lucha. El agujero tenía tres metros de longitud y cuatro de anchura. En un rincón habían colocado un colchón y unas mantas; diez sacos de patatas, de cincuenta kilos cada uno, se amontonaban a lo largo de los muros. En una de las paredes, al lado del colchón, habían instalado una chimenea; el tubo desembocaba fuera, a varios metros del escondrijo, un bosquecillo. El techo era sólido: habían utilizado la puerta del tren blindado que los partisanos volaron un año atrás, en la vía férrea de Wilno a Molodeczno. 

-No te olvides de cambiar las ramas cada día -dijo el doctor.
-No me olvidaré.
-Y cuidado con el humo.
-Vale.
-Sobre todo, no le cuentes esto a nadie.
-No se lo diré a nadie -prometió Janek.
Con la pala en la mano, el padre y el hijo contemplaban su obra: era un buen kryjówka1, pensó Janek, bien oculto en la maleza. Ni siquiera Stefek Podhorski, más conocido en el colegio de Wilno con el apodo de Winetú, el noble jefe de los apaches -entre los pieles rojas, Janek llevaba el glorioso nombre de Old Shatterhand-, ni siquiera Winetú habría sospechado su existencia.
-¿Cuánto tiempo voy a vivir así, padre?
-No mucho. Los alemanes serán derrotados pronto.
-¿Cuándo?
-. No hay que desesperar.
-No me desespero. Pero quisiera saber. ¿cuándo?
-Quizá dentro de unos meses.
El doctor Twardowski miró a su hijo.
-Escóndete bien.
-Vale.
-No cojas frío.
Sacó una browning del bolsillo.
-Mira.
Le explicó cómo funcionaba el arma.
-Guárdala como paño en oro. En este zurrón hay cincuenta balas.
-Gracias.
-Ahora tengo que irme. Mañana volveré. Escóndete bien. A tus dos hermanos los han matado. ¡Eres el único que nos queda, Old Shatterhand!
-Sonrió.
-Ten paciencia. Llegará el día en que los alemanes tendrán que irse; los que aún sigan vivos. Piensa en tu madre. No te alejes. Desconfía de la gente.
-Vale.
-Desconfía de la gente.
 
El doctor desapareció en la niebla. Había amanecido, pero todo continuaba gris y borroso: los pinos seguían flotando en la bruma, con las ramas desplegadas como alas demasiado pesadas que ningún aire venía a animar. Janek se deslizó entre la maleza y levantó la puerta de hierro. Bajó la escalera, se tendió en el colchón. El escondrijo estaba oscuro. Se levantó, intentó encender fuego: la leña estaba húmeda. Por fin logró prenderla, se tumbó y cogió el grueso volumen de Winetú, el piel roja gentleman. Pero no pudo leer. Se le cerraban los ojos, la fatiga entumecía su cuerpo y su espíritu. Se durmió profundamente.
Pasó el día siguiente en su agujero. Volvió a leer el capítulo del libro en el que Old Shatterhand, atado al poste de tortura, logra eludir la vigilancia de los pieles rojas y se escapa. Era su episodio preferido. Asó unas patatas y se las comió. La chimenea tiraba mal, el humo llenaba el escondrijo y le picaban los ojos. No se atrevió a salir. Sabía que fuera, solo, tendría miedo. En su agujero se sentía a salvo de los hombres.
 
El doctor Twardowski llegó al anochecer.
-Buenas noches, Old Shatterhand.
-Buenas noches, padre.
-¿Has salido?
-No.
-¿Has tenido miedo?
-Nunca tengo miedo.
El doctor sonrió con tristeza.
Parecía viejo y cansado.
-Tu madre dice que reces.
 
Janek pensó en sus dos hermanos. Su madre había rezado mucho por ellos.
-¿Para qué sirve rezar?
-Para nada. Haz lo que dice tu madre.
-Vale.
El doctor se quedó con él toda la noche. No durmieron mucho. Tampoco hablaron mucho. Janek sólo le preguntó:
-¿Por qué no vienes y te escondes también tú?
-En Sucharki hay muchos enfermos. Ya sabes, el tifus. El hambre contribuye a la epidemia. Tengo que quedarme con ellos, Old Shatterhand. Lo comprendes, ¿verdad?
-Sí.
Durante toda la noche, el doctor mantuvo el fuego encendido. Janek permanecía con los ojos muy abiertos, mirando los leños incandescentes, luego negros.
-¿No duermes, muchacho?
-No. Padre.
-¿Sí?
-¿Cuánto tiempo va a durar esto?
-No lo sé. No lo sabe nadie. Nadie.
De pronto dijo:
-Ahora se está librando una gran batalla en el Volga.
-¿Dónde?
-En el Volga. En Stalingrado. Hay hombres que luchan por nosotros.
-¿Por nosotros?
-Sí. Por ti y por mí, y por millones de otros hombres.
La madera llameaba, crujía, se transformaba en cenizas.
-¿Cómo se llama esa batalla?
–La batalla de Stalingrado. Hace meses que dura. Nadie sabe cuánto tiempo más durará, ni quién la ganará.
Al alba, antes de irse, el doctor dijo:
-Si a tu madre y a mí nos pasa algo, sobre todo no regreses a Sucharki. Tienes provisiones para varios meses. Cuando no te quede nada que comer o si la soledad te pesa demasiado, ve con los partisanos.
-¿Dónde están?
-No lo sé. No quedan muchos. Se esconden en el bosque. Búscales. pero nunca les enseñes tu escondite. Si las cosas se tuercen, siempre podrás refugiarte aquí.
-Vale.
-Pero no tengas miedo. No me va a pasar nada.
Al día siguiente, el doctor volvió. No se quedó mucho rato.
-No me atrevo a dejar sola a tu madre.
-¿Por qué?
-En Sucharki han matado a un suboficial alemán.
Ahora toman rehenes.
-Como los pieles rojas -dijo Janek.
-Sí. Como los pieles rojas.
Se levantó.
-No te abandones. Mantente limpio. Actúa como te enseñó tu madre.
-Vale.
-No desperdicies las cerillas. Guárdalas cerca del hogar, en un sitio seco. Sin ellas te morirías de frío.
-Tendré cuidado. Padre.
-Dime, hijo.
-¿Esa batalla.?
-No tengo noticias. Es difícil saber qué pasa allí abajo. ¡Ánimo, Old Shatterhand! Hasta pronto.
-Hasta pronto, padre.
El doctor se fue. Al día siguiente, no volvió.
 
 
 
 
 
  
 

 

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