Mañana no será lo que Dios quiera / Luis Garcí­a Montero

Recuerdo que las comidas eran aquellos días alegres,

prolongadas en largas sobremesas en las que se contaban

historias extraordinarias. Mi madre estaba radiante
y yo feliz, admirando a mis hermanos como pocas veces
volví a admirar a alguien.
 
Ángel gonzález
manana1
Extraña educación,
 en la que coincidían la libertad
casi absoluta —la guerra, en algunos aspectos, deja en
paz a los niños— y las servidumbres más humillantes.
Pese a todas las limitaciones —enormes— que derivan de
esas circunstancias, aprendimos muchas cosas importantes;
a decir no (en voz baja, por supuesto, pero con inquebrantable
terquedad); a no darnos nunca por vencidos a
pesar de sabernos derrotados; a arrancar ilusiones de la
desesperanza; a poner precio a la belleza —buscarla donde
quiera que se esconda, viva o muerta— e incluso inventarla
cuando tardaba en aparecer; a mantener vivo el
espíritu de subversión bajo la costra de la sumisión; a ser
escépticos y a establecer para siempre algunas diferenciaciones
básicas: entre pureza y puritanismo (por ejemplo).
 
Ángel gonzález
 
 
No sé si ustedes conocen al poeta Ángel González. Su
palabra revela una mezcla de filósofo clásico y de anciano del
lugar, de superviviente estoico que lo ha visto todo y lo cuenta
todo, mientras pide una última copa para no dar por terminada
la noche que de manera inevitable se pierde ya por la
grieta rojiza del amanecer. Detrás de su barba blanca esconde
un mentón demasiado corto y una vida demasiado larga.
 
Apenas conoció a su padre, porque murió cuando él no había
llegado a cumplir los dos años, por culpa de una operación
caprichosa. Era cojo y necesitaba recuperar la movilidad
de la rodilla izquierda para conducir. Que un hombre de
más de cuarenta años se empeñase en pasar por el quirófano
para comprarse un coche no dejaba de ser un capricho en
aquella época. En 1927, en Oviedo, la mayoría de los profesores
sesudos, o de los respetables concejales, estaban acostumbrados
a cumplir con sus obligaciones y con sus ocios sin
necesitar un carné de conducir. La aventura no salió bien,
quedó frenada por una infección vertiginosa, y Ángel González
creció huérfano de padre, sin las enseñanzas directas de
uno de los mejores pedagogos asturianos de principios del siglo
xx. Pero la madre y los hermanos mayores hablaban mucho
de las costumbres, las ilusiones y la rectitud del fallecido.
 
Por eso el niño conservó recuerdos vivísimos de un padre al
que apenas llegó a conocer. Además de una enciclopedia Espasa,
algunas fotografías y un tesoro de sugerencias morales
sobre la educación y el gobierno de los hombres, Ángel heredó
de su padre un mentón corto y la certeza de que los caballeros
con esa peculiaridad fisiológica deben dejarse la barba
para presentar en sociedad un aspecto digno.
 
Detrás de la barba de Ángel González, se esconde la
imprudencia más precavida que pueda conocerse. Los acontecimientos
de la historia lo sorprendieron desde muy pronto
en lugares propicios a las grandes borrascas o a las sequías
aniquiladoras. Por voluntad o por fortuna, otros individuos
pasan su vida en zonas templadas, amparados por la caridad
de unos elementos atmosféricos que se comportan como perros
falderos. La buena lluvia, el sol suave, la brisa primaveral
facilitan mucho las rutinas de la existencia. Ladran alguna
vez, pero no muerden. La cuestión es que Ángel prefiere los
gatos a los perros, y desde muy niño se acostumbró a que la
historia se encontrara con él a la intemperie. Mientras saltaba
por los árboles, las tapias y los tejados de su barrio, el viento
frío del norte arrastró nubes oscuras, ramas quebradas,
papeles de periódico con noticias alarmantes, revoluciones,
golpes de Estado, guerras, victorias y derrotas, descargas de
fusiles, tiros de gracia y horas de silencio conmovido. Tardó
poco en despreocuparse del miedo familiar a los quirófanos,
herencia materna en este caso, para atender a los peligros
mortales que pasaban por la calle. Al segundo chaparrón, calado
hasta los huesos, aprendió a quitarse los calcetines, pedir
ropa seca y buscar el calor de la lumbre. Nunca renunció
a habitar los lugares marcados con la tinta roja de la imprudencia.
 
 
Pero suele acomodarse en ellos de forma muy precavida,
moverse con tiento, sin hablar en voz alta, guardándose
las lágrimas y las risas para sí mismo o para las ocasiones de
extrema intimidad. No ya la felicidad, sino la supervivencia
dependieron en muchas ocasiones de un silencio a tiempo.
Entre Stalin y Hitler, el cigarro puro, el sombrero y el
cinismo inglés de Churchill ofrecían una forma decente
de escurrir el bulto. Los alumnos del colegio Fruela jugaban
a escoger nombres famosos en la historia europea de los años
cuarenta. Olvidaban sus apellidos en la cartera, anotados con
caligrafía redonda de las libretas y los libros, y cada cual elegía
un personaje en los aires convulsos de la política internacional.
Sobre la política española era mejor pasar de puntillas.
 
Los González, los Alas, los Rodríguez, los Caballero, los
Álvarez-Buylla, los Bascarán soportaban el peso de una derrota
o de una victoria demasiado cercana. Mejor jugar a los
bigotes de Stalin y Hitler, o a saludar el paso de la tarde con
la mano y la desmayada salud de Roosevelt, o a celebrar la
capacidad sentimental de resistencia con el orondo buen humor
de Churchill. A ver quién llega primero a la puerta de la
Catedral. Ha ganado Adolf Hitler. Vamos a encontrar a
Franklin Delano Roosevelt, que está escondido en un portal
de la calle Cimadevilla. A la pregunta difícil del profesor de
religión, que conteste sir Winston Churchill, y ése era Angelín,
que se llevaba muy bien con el profesor de religión del
colegio Fruela, como los alumnos becados suelen llevarse con
casi todos los profesores en los colegios de pago. Cuando el
profesor de religión, por poner las cosas fáciles, preguntaba
con voz condescendiente en la clase «¿Quién hizo el mundo?», 
los pupitres se llenaban de manos y de voces que respondían
a coro: «Mi padre».
 
Por mucha devoción y mucha voluntad clerical que
reinase en España, una victoria era una victoria y el orgullo
de los vencedores rompía las costuras por donde menos se
pensara. Churchill levantaba la mano antes de que el cura
empezase a gritar y a tragarse sus blasfemias, y en voz baja
sugería «Dios», reestableciendo el orden nacional en el aula.
 
Y no se trataba de responder con la seguridad de quien ha
visto a Dios, porque por entonces Dios aún no se le había
aparecido a Ángel González. En la vida todo se anda, pero
todo tiene sus momentos, sus pasos. Eran sólo ganas de quedar
bien, de ser prudente, de comportarse como Churchill.
Por tradición familiar, tal y como estaban las cosas en el
mundo, le hubiera apetecido llamarse Stalin, José o Pepe Stalin.
Pero con un hermano fusilado, otro hermano en el exilio,
y una madre y una hermana depuradas, quién era el niño
temerario capaz de llamarse Stalin en el colegio Fruela de
Oviedo. Resultaba más peligroso que olvidarse de Dios por
una confusión paterna y bienintencionada. Así que era mejor 
evitar las coincidencias sospechosas, incluso en los inocentes
juegos infantiles. Tampoco se podía pasar uno al enemigo,
ni siquiera de broma. Hitler quedaba descartado por
un asunto de dignidad familiar. 
 
Angelín, que ignoraba entonceslos crímenes de Stalin, 
desconocía también hasta quépunto la Inglaterra de Churchill 
se había lavado sus manosregordetas con un pacto de no intervención durante la guerra,
dejando que los alemanes y los italianos crucificasen a la
República española. No habían faltado comentarios y noticias
desalentadoras, pero Churchill podía ser identificado
aún con un caballero, un demócrata, alguien que luchaba
contra Hitler, una buena excusa para huir prudentemente de
Stalin sin pasarse al enemigo.
 
En las leyes de la supervivencia hasta el buen humor
supone una manera de guardar los secretos. Conviene mirar
al viento, mantenerse callado y dejarlo pasar con su arrastre
de calamidades y de golpes de fortuna. Nadie puede nada
contra el azar, pero nunca está de más una barrera desde la
que observar sus revueltas y sus cornadas. Quien ha vivido
una guerra sabe que conviene pensar muy bien lo que se hace
y lo que se dice, aunque después nada permanezca atado y
seguro ante el carácter maniático del destino. 
 
En los primeros años de la República, Ángel se extrañaba cada vez que su
madre interrumpía las conversaciones de sus hermanos, repletas
de optimismo, estrategias y nombres de políticos. La
madre se preocupaba por la amenaza de una guerra. El niño
entendía el miedo a la electricidad de las tormentas, a las
uñas de los incendios, a los aullidos de los lobos, al túnel del
tren que pasaba por el barrio, pero no podía comprender la
amenaza abstracta de la guerra. Cuando oyó en la radio de
galena que unos generales se habían levantado contra el Gobierno,
tampoco entendió el miedo de su madre. El mosquetón
fascinante de su hermano Pedro, la disciplina firme y
decidida de su militancia seguían formando parte de un reino
infantil, en el que todo estaba en su sitio, y sobraba espacio
para cualquier cosa, para un duro de plata, una película
en el cine Toreno, el entusiasmo de un hermano heroico o la
leyenda novelesca de las armas.
 
 

 

 

 

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