Franí§ois René de Chateaubriand fue un escritor francés, de origen aristócrata, que vivió entre los siglos XVIII y XIX y que participó muy activamente en la política de aquellos años convulsos, fundamentales en la historia de la humanidad: Revolución francesa – Napoleón – Restauración – Segunda República.
Como buen precursor del romanticismo tituló su autobiografía con el truculento nombre de Memorias de ultratumba, prohibiendo que se publicaran en vida. Algún periodista no le hizo caso e inició su publicación por entregas. Parece ser que se enfadó mucho. Entre el mosqueo que tenía y que empezaban otra vez las revoluciones en Europa, el hombre decidió morirse en 1848, a los 80 años. Le enterraron, a petición propia, en un lugar de Bretaña al que sólo se puede acceder a pie y cuando baja la marea. Qué majo.
Sus memorias son un tocho de mucho cuidado. Nada más y nada menos que 42 volúmenes. Pero tranquilos, que lo que normalmente se lee es una selección de trozos escogidos, como la que publica en bolsillo Alianza Editorial (L5642), y que tiene menos de 500 páginas.
En el libro nos machaca con introspecciones profundas, narraciones y comentarios políticos (vivió en directo cantidad de burradas: asambleas de la revolución, cabezas cortadas, locuras napoleónicas…), autojustificaciones varias, ideas literarias… en fin, un batiburrillo muy jugoso escrito con un estilo muy clásico y aderezado con pensamientos sombríos a mansalva.
Yo lo planté en la mesilla y, como es pequeño y cabe en el bolsillo, lo llevaba en el Metro. Quiero decir que no se puede leer de una tirada. A mi juicio lo mejor del libro son algunos trozos especialmente inspirados. Hay que tener en cuenta que el hombre era un gran escritor, de esos que dicen que ya no quedan. Voy a citar tres ejemplos.
En un momento determinado, hablando del carácter de los franceses, de quienes comenta que no les atrae mucho la libertad (él sabrá), dice: “La igualdad y el despotismo tienen pactos secretosâ€. Tiene miga.
En otro lugar, de paseo por Grecia (viajó mucho): “¿Cuándo volveré a coger el tomillo del Himeto y las adelfas de las orillas del Eurotas?â€. Tengo debilidad por las frases sonoras y rotundas.
Y, para terminar, una cita más larga de cuando era embajador de Francia en Roma:
“Mis colegas de embajada son el conde Lutzow, embajador de Austria, hombre cortés, cuya mujer canta bien, aunque siempre lo mismo, y habla constantemente de sus niños; el sabio barón Bunsen, ministro de Prusia y amigo del historiador Niebuhr (en la actualidad estoy en tratos con él para el arrendamiento a mi favor de su palacio del Capitolio); el ministro de Rusia, príncipe de Gagarin, desterrado entre las grandezas pretéritas de Roma por amores desvanecidos: si él fue preferido por la hermosa dama Narischkine, habitante fugaz de mi antiguo retiro de Aulnay, será porque el mal humor tiene algún atractivo; domina uno más por sus defectos que por sus cualidades.
El señor de Labrador, embajador de España, hombre fiel, habla poco, se pasea solo y piensa mucho, o no piensa nada, cosa que no he podido saber a punto fijo.
El anciano conde Fuscaldo representa a Nápoles, como el invierno a la primavera. Tiene un gran cartapacio de cartón, en el cual estudia, con anteojos calados, no los campos de rosas de Paestum, sino los nombres de los extranjeros sospechosos cuyos pasaportes no debe refrendar. Envidio su palacio (Farnesio), admirable estructura inacabada, que Miguel Ángel coronó, que pintó Aníbal Carracio, ayudado de su hermano Agustín, y bajo cuyo pórtico resguarda el sarcófago de Cecilia Metilla.
El conde de Celles, embajador del rey de los Países Bajos, se había casado con la señorita de Valence, ya difunta, de la que tuvo dos hijas, que, por consiguiente, son nietas de la señora de Genlis. El señor de Celles fue prefecto, y en prefecto se ha quedado, porque representa un carácter que participa del de locuaz, tiranuelo, reclutador e intendente, que nunca desaparece. Al tropezar con un hombre que, en vez de hablar de fanegas, toesas y pies, habla de hectáreas, metros y decímetros, se puede decir que es un prefecto.
El señor de Funchal, embajador semideclarado de Portugal, es rechoncho, vivaracho y amigo de hacer gestos; es verde como un mono de Brasil y amarillo como una naranja de Lisboa. Bastante aficionado a la música, tiene a sueldo a una especie de Paganini mientras aguarda la restauración de su rey.
Por todas partes he visto a ministros perillanes de diferentes Estados pequeños, escandalizados del poco caso que hacía yo de mi embajada; con aire grave, ellos andan silenciosos, estirados y a pasos cortos; su importancia parecía provenir de los secretos que aparentaban guardar y que, sin embargo, ignorabanâ€.
Resumiendo: recomendar, no lo recomiendo, pero a mí me ha hecho pasar buenos ratos. Si preferís algo más fácil y actual, siempre podéis leer “Un mundo sin finâ€, la segunda parte de “Los pilares de la tierraâ€, del Ken Follett. A lo mejor un día me lío la manta a la cabeza y lo comento.
Curiosidad: el conocido filete Chateaubriand (solomillo a la parrilla con salsa bearnesa) fue inventado por el cocinero del notas en una de sus estancias en Londres.