De «La desheredada», de Benito Pérez Galdós


De «La desheredada», de Benito Pérez Galdós, este genial retrato de la tí­a «Sanguijuelera»:
Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil y dispuesta que se pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personas de buena sangre y portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura, que no cesaba de mostrarse, entre sus labios secos y delgados, durante aquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña, redonda, arrugada y dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la moví­an los músculos de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua frí­a que se daba todas las mañanas. Sus ojos, que habí­an sido grandes y hermosos, conservaban todaví­a un chispazo azul, como el fuego fatuo bailando sobre el osario. Su frente, surcada de finí­simas rayas curvas que se estiraban o contraí­an conforme iban saliendo las frases de la boca, se guarnecí­a de guedejas blancas. Con estos reducidos materiales se entretejí­a el más gracioso peinado de esterilla que llevaron momias en el mundo, recogido a tirones y rematado en una especie de ovillo, aquie no se podrí­a dar con propiedad el nombre de moño. Dos palillos mal forrados en un pellejo sobrante eran los brazos, que no cesaban de moverse, amenazandotocar un redoble sobre la cara del oyente, y dos manos de esqueleto, con las falanges tan ágiles que parecí­an sueltas, no paraban en su fantástico girar alrededor de la frase, cual comentario gráfico de sus desordenados pensamientos. Vestí­a una falda de diversos pedazos bien cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto, liso, cual madero bifurcado en dos piernas. Tení­a actitudes de gastador y paso de cartero.

Oz

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