Cuando lees en la contraportada de un libro que un tal Kafka opinó de su autor que “En el improperio no tiene par. A su lado, los profetas nos parecen mancos. Si les aventaja, será porque se nutre del estercolero de nuestro tiempo”, una oscura fuerza interior te impulsa a robarlo, más que a comprarlo o pedirlo prestado. Léon Bloy está empezando a socavar tu frágil moralidad. Es su especialidad. Conste que yo lo saqué de la Biblioteca con mi carnet en regla.
Estas Historias Impertinentes son una colección de 30 cuentos, a cada cual más salvaje, extraño y desasosegante. Este Léon Bloy (1846-1917) era un francés de cuidado, con fama de ultracatólico, enemigo declarado del burgués y del espíritu moderno (progreso, democracia, ciencia), y a quien se suele relacionar con los artistas más contestatarios de fines del siglo XIX (Nietzsche, Dostoyevsky, Kierkegaard, Baudelaire). Vaya elemento, dirán ustedes. Efectivamente.
El libro tiene una especie de prólogo, escrito por él mismo, que empieza así:
Nos han enseñado en la infancia, me decía Apemantus, que diez son las partes del discurso. La gramática profunda del futuro dirá que el silencio es la undécima y la más temible, al haber sido concebida para devorar a todas las demás, así como la serpiente de Arón devoró a las demás serpientes.
Lo lees y te dices, anda, qué bien, he descubierto a un nuevo (más bien viejo) Borges. Sigues leyendo el prólogo, a ver si te enteras de qué va, por lo menos.
(…) Todos le dirán que soy un monstruo y que no hay forma de escapar a mis feroces garras. De nada sirve acariciarme, cubrirme de flores, decirme las más amorosas palabras, ofrecerme dinero y exquisiteces, todo resulta inútil. (…) Cuando no masacro, tengo que ser impertinente. Es mi sino. Soy un fanático de la ingratitud. (…) Llevan intentando matarme de hambre desde hace treinta años y por esa vía han conseguido liquidar a dos de mis hijos. Al carecer de corazón, me lo he tomado con admirable desenvoltura. (…) Quédese usted tranquilo, Apemantus. Los conspiradores del silencio, los “silenciarios”, como se decía en Bizancio, no son más que pobres ujieres que yerran del todo si creen ver en mí a un ruidoso perturbador. Usted ha sido mi huésped varias veces y sabe que soy de mandíbula silenciosa. Incluso mi risa, cuando devoro a los contemporáneos, no despertaría ni a una araña tejedora. (…) Y ya no me hable más de esos imbéciles.
Pues va de que este tío es un salvaje tipo Céline, rodeado de fantasmas que le odian y a quienes desprecia. Por cierto que vivió y murió casi en la indigencia.
Y, con este prólogo, ya me dirán ustedes qué se puede esperar uno de los cuentos en cuestión. Nada. No esperas nada. Te colocas la mente en blanco y empiezas a leer, totalmente ganado para la causa.
Y el autor no falla. Historia tras historia te va dando mazazos en el cráneo con la precisión de un quebrantahuesos. Aunque no me suele gustar destripar los argumentos, en este caso me veo precisado a hacerlo para que el lector se haga una idea más o menos fiel de lo que se va a encontrar.
Contaré muy brevemente los primeros cuentos. En el primero, llamado La tisana, un hijo se entera por casualidad de que su amorosa madre, que le profesa un cariño y fervor verdaderos y le cuida con dulce solicitud, tiene la intención de matarle. Y le mata, claro,
En el segundo cuento, El viejo de la casa, una pelandusca de cuidado se ve obligada a acoger en su casa (de pelanduscas) a su padre, a quien odia con toda su alma. Al final consigue que otros le maten.
El tercer cuento, La religión del señor Llantina, empieza así:
Aquel viejo abonaba la mugre con su aspecto. El estercolero de su alma se traslucía hasta tal punto en las manos y en el rostro que no habría podido imaginarse un contacto más horripilante. Cuando iba por la calle, los arroyos más fangosos, temiendo reflejar su imagen, parecían querer volver a su nacimiento.
Y no digo cómo acaba porque el final es de una belleza tan gloriosa que merece ser visitada en secreto.
El cuarto cuento y los demás… están escritos por este mismo ser prodigioso. ¿Qué importa de lo que traten? ¡A por ellos! ¡Devorémoslos!
Por cierto que este libro empieza, ya desde la dedicatoria (A mi querido amigo Eugene Borel) con la siguiente declaración: En recuerdo de Notre-Dame d’Éphèse, que tanto nos aleja de las ordinarieces contemporáneas. Esto me da pie a acabar el artículo con una foto del citado templo turco, situado a unos 20km. de Éfeso. Glosamos así la admiración que sentía Léon Bloy por San Pablo.
Comentario certero de esta obra de Bloy.
Un libro sabio, profundo, admirable, delirante, e hilarante.