La conjura de los necios, de John Kennedy Toole

Para los que quieran leer un libro “distinto” y pasarse un buen rato, desenfadadamente y lejos de la escritura “preciosista”, recomiendo esta obra de John Kannedy Toole, que fue un libro de culto, sobre todo por las condiciones en que fue escrita la obra y su humor desafiante frente a las obras convencionales.

Muestra un conjunto de personajes, al cual más desagradable y grasiento, sobre todo el gordo protagonista, que se dedica principalmente a vender salchichas con su carrito ambulante, rodeado por sus satélites, el policía, su madre, el dueño de un garito-bar asiduo, etc… Las descripciones ácidas, casi exasperantes, acompañadas de un humor insólito e inteligente me engancharon desde la primera página a su lectura en busca del final impredecible .

El autor intentó publicarla en numerosas ocasiones sin conseguirlo. Después de su fallecimiento, la tenacidad de su madre que llevaba la obra en el bolso, recorriendo editoriales consiguió que se interesaran por ella y fue galardonada con el Premio Pulitzer.

Miguel Sánchez

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Los dioses dormidos – Enrique Gallud Jardiel

En la antigua India… A una joven bailarina y cortesana del palacio se le encomendará la tarea de seducir a un asceta que, con los poderes que ha adquirido mediante la meditación, será el único que pueda realizar el ritual de sacrificio que salvará al reino de la hambruna y la sequía. Intrigas de palacio, secretos, luchas políticas y un amor a cuatro bandas, serán los ingredientes principales de esta exótica novela que nos transportará a un mundo en el que las bayaderas de la corte son instruidas en las artes amatorias y las diferencias entre hombres y mujeres marcarán el devenir de la historia.

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Majaderos ilustres / Enrique Gallud Jardiel

Un regalo que hará mucha gracia. Pincha, que pone cómo comprarlo.

Este hombre tiene mucha gracia y sabe hacernos reír de cosas muy serias o, en este caso, de personas muy serias. El libro me lo he leído en un rato. Bueno, en dos, pero se me ha hecho corto y agradecido. Creo que lo voy a regalar mucho, a gente que esté malita sobre todo, porque es de esas lecturas muy medicinales que hacen que te evadas bastante y te entregues al cachondeo llano. Además como son capítulos o poemas cortos va muy bien para no tener que verle la cara al vecino del autobús, o para cuando estás en alguna sala de espera. Aunque mejor no, mejor para cuando estás en casa, porque si lo vas leyendo por ahí la gente se mosqueará al verte reír en la cola del paro o en la del dentista. Con la risa hay que tener mucho cuidado, y con poner cara de contento, que te pones alegre y la gente piensa que vas provocando. Sí, mejor leerlo en privado. Que te hagan reír sin hacerte perder el tiempo tiene su puntito.

Esto para que te vayas enterando de qué va el asunto.

Y esto por si no lo acababas de ver claro:

El botones

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Imán – Ramón J. Sender

Son los primeros párrafos de la primera novela de Ramón J. Sender, una obra la suya injustamente olvidada, sobre todo esta primera novela, que trata de un oscuro episodio de nuestra historia, ya antigua, ya olvidada, como fue el desastre de Anual.  Contado desde el punto de vista de un soldado raso que no sabe qué hace allí, que escapa milagrosamente y que relata a su modo sus desventuras y trabajos, y las de sus compañeros.  Es la voz de los que son carne de cañón.  Y Sender sabe meterse admirablemente al lector en el bolsillo, apoyado en un lenguaje prácticamente visual, cinematográfico. 

Uno lee esta primera página y ya sabe que tiene entre manos una obra maestra.

Cuatro carros de asalto entran a media tarde en el campamento. Ruido inseguro de chatarra en la solidez del silencio. Traen la sequedad calcárea de los desiertos que rodean la posición y cierran las perspectivas sin un árbol, sin un pájaro. Poco antes llegaron dos batallones precedidos por los cuervos, que son la vanguardia espontánea de las columnas. Noventa kilómetros en tres jornadas. Esa marcha también la hicimos nosotros para venir aquí. El sol de agosto en la cara por la mañana, desde el amanecer, y después sobre la cabeza y en la espalda a medida que transcurre el día. Treinta kilos de equipo, los hombros desollados por el correaje y el sudor, las plantas de los pies abiertas y la cal del camino en las grietas. Hacia mediodía se escupe ya un barro grisáceo. El agua, caliente y todo, sería una gran cosa si no se hubiera acabado en los diez primeros kilómetros. Ochocientos hombres, mudos, sordos, con paso resignado de autómatas. La mochila del de delante limita todos los horizontes. No se sabe a dónde se va, quizá no se vaya a ningún sitio o quizá al fin del mundo. Puede que la misión de uno cuando nació fuera andar eternamente. El polvo borra las cejas, pone una máscara gris en todos los rostros de tal modo que no nos conocemos. Los cincuenta cartuchos de la espalda se clavan en el espinazo. Y llevamos ciento cincuenta y cinco más en otras cartucheras. La manta terciada, zurrón con el paquete de curación, el vaso, el plato, la funda del jergón individual liada a la espalda, la mochila con el equipo de invierno y las tres mudas, los fuertes zapatos, el capote-manta, pesado como un hábito de fraile, y luego el correaje con las cartucheras llenas, el machete de nuevo modelo, el fusil. El cansancio llega a anestesiar. No se sienten los pies, ni las hendeduras de las correas que nos cruzan el pecho, ni el calor. Si se pudiera respirar aire limpio y tiráramos nuestra carga, puede que un extraño ímpetu nos llevara en vilo. Andaremos siempre, y será mejor porque en el momento en que nos detengamos caeremos a tierra como peleles.
No se piensa en nada ni se ve nada. Los últimos kilómetros, amasado el cansancio con las primeras sombras del atardecer, tienen algo de pesadilla. Hace dos horas que se ve el campamento casi al alcance de la mano y un espíritu satánico lo aleja. Cuando, por fin, entramos, lo cruzaríamos y seguiríamos andando como sonámbulos si no nos mandaran alto e hicieran cerrar la columna y colgarse bien el fusil -«¡las culatas atrás!»- para desfilar cantando el himno. También los batallones llegados hoy han entrado cantando el suyo. El jefe de la posición, sentado ante un vaso de cerveza, se indigna siempre por la poca bizarría de las voces.

El botones

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Español para andar por casa – Enrique Gallud Jardiel

EL CONTRAMANUAL DE ESTILO

Pocas cosas hay tan vapuleadas como la lengua española, sistemáticamente vejada, ultrajada y manoseada por los profesionales de los medios de comunicación, que odian su herramienta de trabajo por la misma razón que los albañiles odian los ladrillos: porque les recuerdan que tienen que trabajar. En cuanto a la contribución de los políticos a este deterioro del castellano en sus discursos y soflamas, mejor ni hablamos.

Por si este aciago destino no fuera suficiente maldición, nuestro idioma ha ido a convertirse en el blanco de la atención de Enrique Gallud Jardiel, un escritor desaprensivo que se ríe de todo y hace añicos literales al mayor tesoro del mundo hispano-parlante con el contumaz martillo de su iconoclasia cultural.

Lo que queda tras tal destrozo es algo así como un irreverente contramanual de estilo. Confiamos, probo lector, en que Español para andar por casa te será útil para luchar contra ese dragón de la canallería lingüística que ha nacido del huevo del postmodernismo.
Enrique Gallud Jardiel (Valencia, 1958) pertenece a una familia de raigambre literaria, pues es nieto de Jardiel Poncela, el gran humorista. Es Doctor en Filología Hispánica y ha enseñado en universidades de España y del extranjero. Tiene en su haber numerosos ensayos literarios, históricos y filosóficos, con los que no ha ganado una peseta, todo hay que decirlo.

Sufrió en su día una crisis espiritual de las de no te menees y se adhirió a la secta de los finistas, unos buenos señores que aseguran que el mundo se acaba, que vivir no vale la pena y que ya es hora de ir acabando con la mayor parte de las actividades humanas.

Como contribución a la expansión de su nueva fe, este autor maldito —que ya puso en solfa a las letras universales en su impenitente Historia estúpida de la literatura— la emprende ahora con la sacrosanta lengua de Cervantes y la deja realmente hecha unos zorros.

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Justine o los infortunios de la virtud – Marqués de Sade

Pasa lista de presente en «Libros Morrocotudos» el «Divino Marqués. Nieto de Laura, la de Petrarca, escribió páginas que algunos autores no se atreven a escribir y que muchos lectores se niegan a leer. Su nombre completo fue Donatien-Alphonse-Francoise Este célebre parisno vino a este valle de lágrimas el 2 de junio de 1740 y abandonó el mundo tangible el 2 de diciembre de 1814 después de llevar una vida tormentosa como personaje de sus propias obras, obras tildadas de malditas varios años antes del nacimiento de Baudelaire. Ambos autores franceses se ocupan en su prosa y su poesía de discernir entre el bien y del mal, de encontrar el significado del pecado y de las enseñanzas cristianas; un par de ases de la literatura universal señalado con el índice de fuego por los censores de su época.
Es de llamar la atención que el Marqués de Sade es producto de los turbulentos años de la Revolución Francesa y que, ni más ni menos, le tocó en suerte ser el portavoz de ese sagrado derecho humano que se llama libertad de expresión, aunque, ciertamente, el sádico Donato llevó en sus libros dicha garantía individual al extremo. Cuántos lectores se deleitan con sus escenas eróticas dibujadas con arte, sensibilidad y maestría, pero se detienen cuando el marqués asume el papel de degenerado y hace honor a su apellido precisamente al describir terribles escenas salpicadas de sangre y dolor de protagonistas, que en su mayoría fueron personas de carne y hueso, como la propia Justine, o que en voz de algunos de sus personajes ofende deliberadamente al Altísimo.
Justine, empero, sirve de argumento al Marqués de Sade para demostrar que creer en Dios, seguir las piadosas enseñanzas de Jesús, vivir con honestidad, moral y decoro no sirven de nada en esta vida y que pensar que si uno sigue estas reglas de comportamiento alcanzará la gloria después de muerte es una completa mentira. La pobre Justine, hermosa entre las bellas. muere fulminada por un rayo después de pasar la vida sufriendo realmente por defender su vurtud. Uno de sus malvados verdugos al hablar de la virginidad, le suelta, como un latigazo, el suguiente razonamiento: «Honradamente, ¿crees que le importa a Dios si ese orificio ha sido usado alguna vez?».
Desde luego, Justine pretende imitar ante el sufrimiento y la crueldad humana, lo mejor que ella puede, al Santo Cristo. Yo, como lector, carezco de luces para distinguir si es verdad que Dios no existe o que Dios ha muerto; lo cierto es que al contemplar la imagen del Crucificado y motivado por los sufrimientos de esa buena cristiana, «me mueve» a hacer la siguiente reflexión: pienso que a los amos del mundo les conviene conservar a Cristo en la cruz, como un sádico coleccionista retiene con alfileres las mariposas de su predilección. Más bien, pienso mi Dios, en quien confío, que estás dormido y aunque tu cuentas los siglos como segundos, es hora de que despiertes, te bajes de esa infamante cruz y te pongas manos a la obra. Y el mundo cambiara.

Este y otros libros del Marqués de Sade los puedes bajar de nuestra Biblioteca Morrocotuda

Matías Antonio Ocampo Echalaz

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Jardiel, la risa inteligente / Enrique Gallud Jardiel

La risa resulta un tanto sospechosa. Los mecanismos que nos llevan a ella suelen ser la mayoría de las veces burdos e instintivos, nos provocan risa un resbalón o un tartazo, y este resorte viene siendo utilizado por multitud de personas para movernos a hilaridad porque resulta barato de producir. Tanto es así que el artista intelectual huye de provocar la risa al espectador o lector por entenderla como una respuesta vulgar a una propuesta vulgar. Es un error y una pena. Es una gran pérdida que el intelectual haya abominado de provocar la risa en vez de haberla adoptado y pretendido como uno de los mejores resultados a los que puede conducir la obra artística. Hay muy pocas cosas más sanas que una buena risa provocada por un buen estímulo intelectual. Enrique Jardiel Poncela hacía (hace) reír de esa manera, de manera inteligente. Es más, hay que ser inteligente a veces para poder reírse con algunas de las cosas de Jardiel. Porque el humor de Jardiel, pese a ser comprendido por cualquiera, tenía guiños particularmente ingeniosos o poéticos que trascendían con mucho el entendimiento común. Jardiel reivindicaba la risa como patrimonio del intelecto y consideraba al espectador una persona con capacidad de discernimiento, alguien a quien poder hacer cosquillas pensando.
Eso, y muchas otras cosas, es lo que Enrique Gallud Jardiel, nieto del objeto sujeto de este libro, nos muestra de manera admirablemente concienzuda y prolija. Gracias a este libro me he enterado de algunos porqueses, por qué me gusta tanto leer a Jardiel, por qué sus obras están en un plano distinto a las de sus contemporáneos, por qué no han quedado obsoletas y hasta el por qué recibió bofetadas por la izquierda y la derecha.
Gallud nos explica mediante ejemplos concisos y muy bien traídos al tema, los entresijos del pensamiento y la obra jardelianos, cómo sirvió de revulsivo su humor en una sociedad convulsa y cómo las letras acabaron siguiendo sendas abiertas por el jardielismo, pero mirando al tendido y como no dándose por aludidas.  Si conoces a Jardiel necesitas leer este libro, y si no, te abrirá la puerta a un autor al que hay que leer para conocer la cara inteligente del humor y, gracias a las numerosas y decidoras acotaciones y observaciones que proliferan en sus escritos, lo que se cocía entre bastidores en la sociedad artística, y no tanto, de la época.
He de agradecer también al autor el que, con este repaso a la vida y obra de don Enrique, me hayan vuelto las ganas de releerlo, algo que entretiene tanto. Reír y aprender ¿se puede pedir más?

En otro orden de cosas, puedes seguir las humoradas de Enrique Gallud Jardiel aquí, si también eres de los que no recelan de echarse unas buenas risas.

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