Etapa prólogo
Barcelona – Barcelona, 9 kms.
Sábado, 3 de julio
Hamelt miró la bicicleta como si la odiara: un instrumento de tortura, un conjunto articulado de hierros, gomas, cables y cadena diseñado para llevar el cuerpo del ciclista más allá de los límites del esfuerzo, hasta alcanzar las zonas del dolor. El sillín era un potro que sujetaba las manos al manillar; y las ruedas, tornos que tensaban las piernas hasta desencajarlas, como si en cualquier momento las rótulas fueran a salir disparadas de las rodillas. La cadena unía con grilletes los pies a los pedales y obligaba a empujarlos hasta perder el aliento en las subidas y a arriesgar en los descensos, sin permitir nunca la relajación o el descanso, sin que el ciclista pudiera detenerse cuando el frío le cortaba los labios o cuando la sed o el calor lo torturaban. El asfalto era el combustible que abrasaba al corredor a fuego lento. A veces, en el trayecto apenas se podía respirar, porque no había suficiente oxígeno en las alturas o porque uno se atragantaba con los ratones del cansancio. Algunos ocultaban bien la fatiga, pero otros resoplaban como volcanes en erupción y había otros cuyo aliento se confundía con sollozos y parecía que estaban llorando…
—Dos minutos —le indicó uno de los jueces.
Subió a la rampa, se colocó en la línea y esperó a que le marcaran los últimos segundos. Alrededor, en toda la plaza, bajo el alboroto de las palomas, rugía el impaciente, agitado bullicio previo a la salida de cualquier etapa.
—…quatre, trois, deux… Top!
Se dejó caer por la rampa y al tocar el asfalto ya estaba acelerando, puesto en pie hasta alcanzar la velocidad adecuada. Dio la vuelta a la plaza y enfiló la ancha avenida que picaba hacia arriba. Sólo entonces se sentó, acoplado a la bicicleta, redondeó el pedaleo potente y armonioso y bajó al piñón de doce dientes. Le gustaba la contrarreloj precisamente porque se disputaba en soledad: un corredor solo contra el tiempo, sin ayuda de nadie que le apartara el aire o le diera un relevo. Él era diferente a muchos ciclistas que, acostumbrados a correr siempre en compañía, en las cronos se hundían desconcertados, desamparados como náufragos, incapaces de superar el miedo a correr solos.
—¡Vamos, vamos! —gritó Max, el director del equipo, desde el coche. Había prohibido el uso de los auriculares en las cronos y prefería dar las instrucciones por la megafonía, de modo que sus ánimos se expandieran y pudieran contagiar a los espectadores que llenaban las anchas aceras embanderadas, que gritaban y aplaudían su solitario esfuerzo.
Levantó la cabeza de las líneas blancas que le servían de referencia en el asfalto y entrevió fugazmente las raras fachadas de las casas. Por la mañana había salido a entrenar y reconocer el terreno, y en una fugaz y confusa visión desde la bicicleta no supo si las extrañas fachadas eran realmente así o si el sudor le hacía verlas onduladas y con rostros. Poco después giró hacia la izquierda. El terreno seguía subiendo suavemente por la avenida sombreada por plátanos y algunas palmeras y vio en mitad de la recta la primera pancarta: 3 kilómetros. Por delante no veía a nadie, pero no le preocupaba. En el pulsómetro su corazón batía a ciento setenta y cinco latidos por minuto. Por sus venas corrían seis litros de sangre: cinco llevaban alimentos a sus piernas y uno subía a su cabeza para inyectarle rabia y fe en el triunfo. Sabía que iba bien, pero en tan poco tiempo no podía haber reducido mucho la distancia con el corredor que había salido tres minutos antes.
Oyó de nuevo los gritos de Max empujándolo con aquel extraño acento suizo en el que era difícil detectar la mentira. Cuando le daba referencias nunca sabía si lo estaba engañando:
—¡Vamos, Darko, vamos! ¡Te has puesto el primero!
Como la carretera seguía ascendiendo, aumentó el esfuerzo para no cambiar de marcha. Tenía la sensación de que le sobraban brazos y le faltaban piernas, y deseaba recortar todo lo que en su cuerpo estorbaba al aire y aumentar todo lo que lo desplazaba.
Ya habrían llegado a meta sus compañeros de equipo y casi todos sus rivales, excepto Álvaro Panal y Tobias Gros. Al español no lo temía. Era un ciclista experto, endurecido, que resistía en cualquier terreno sin ser especialista en ninguno, pero su ambición se calmaba con un triunfo de etapa mediante una de sus peculiares y larguísimas fugas. El enemigo era Tobias Gros, el ganador del Tour en los cuatro últimos años, el que llevaba el número 1 grabado en su bicicleta, en su dorsal y en su mirada. También había marcado su piel con aquella obsesión por la carrera francesa. Las cámaras de televisión buscaban con frecuencia un primer plano de su mano izquierda, levantando un trofeo o sujetando el manillar, porque en cada nudillo de los cuatro dedos paralelos se había tatuado una letra de la palabra TOUR. Cuando le preguntaron para qué reservaba la piel del pulgar, respondió que allí grabaría el número de Tours que hubiera ganado cuando se retirara de la competición. Hamelt había corrido con él dos años, sirviéndole de gregario, y lo conocía bien. En la prensa deportiva, tan aficionada a los apodos, lo llamaban «Depredador», comparándolo con los lobos, con quienes compartía astucia, velocidad, resistencia y una imperturbable frialdad. En una ocasión, cuando comenzaba como profesional, alguien lo definió diciendo que a pesar de todas las apariencias sin duda era un ciclista, porque los lobos no corren en bicicleta. Sus extraordinarias cualidades eran espoleadas en los momentos más difíciles por una ambición sin límites. Quería ganarlo todo y se desenvolvía bien en todas las especialidades, en todos los climas, en las competiciones de tres semanas o de un día. Su doble nacionalidad —había nacido en Nueva York, hijo de un estadounidense de origen italiano y de madre francesa— y su herencia mestiza le hacían adaptarse enseguida a cualquier país. Además, era un excelente estratega. Se decía de él que sabía cómo iban a actuar sus rivales antes de que lo supieran los rivales mismos. Hamelt daría cualquier cosa por arrebatarle desde el primer día el maillot amarillo y por que nunca más volviera a lucirlo.
El furor le dio fuerzas e incrementó el ritmo de sus pedaladas hasta que el pulsómetro subió a ciento ochenta y cinco. No tenía miedo a desfallecer en un trayecto tan corto. Únicamente debía evitar el triunfo de Gros, que en esos momentos ya habría salido de la rampa. Sería insoportable sentir de nuevo en la nuca su respiración, oír tras de sí el siseo de su bicicleta, ver cómo los espectadores giraban la cabeza para animar al perseguidor.
La organización había diseñado una etapa prólogo con un trayecto más duro de lo habitual y la había ofrecido como el primer duelo de un Tour que se presentaba apasionante. Era el momento de la revancha de Darko Hamelt sobre Tobias Gros —decían todos—, que le había arrebatado la victoria el año anterior en la última etapa de montaña, al superar la ventaja con la que Hamelt había llegado hasta allí. Aquella tarde, al cruzar la meta en la cima, exhausto, tuvo que apoyarse en uno de sus ayudantes para no caerse porque no podía respirar, los pulmones se le habían subido a la garganta y no lograba encajarlos de nuevo en el pecho. Había bebido mucha agua y algo debió de estropearse en su estómago. Un reportero logró captar unas imágenes suyas que, un año después, muchos aún recordaban: encogido, con los ojos llenos de lágrimas, con las manos en el estómago y vomitando como una gárgola. En la rueda de prensa Max Zaharia alegó una indisposición alimenticia, pero otros lo habían calificado como un corredor de moral frágil, supersticioso, proclive a sufrir dudas y ansiedad en los momentos decisivos.
Ahora, con el nuevo giro hacia la izquierda, el terreno se volvía favorable, le daba la espalda a la montaña y se inclinaba hacia el mar. Metió la corona de once dientes y aceleró con rapidez y fuerza. Después de atravesar una plaza la calle se ensanchaba y las aceras dejaban lugar para carriles bici en los que pudo entrever ciclistas con las bicicletas municipales. De nuevo llegó a otra plaza con fuente y enfiló hacia el hueco entre dos torres de ladrillo que anunciaban el último tramo. Se fijó en las cuatro banderas que había a la derecha: ondeaban contra él, el aire soplaba de frente y endurecía el recorrido ahora que la carretera volvía a empinarse. En el panel electrónico del segundo punto intermedio, en el kilómetro 7, comprobó que Max no lo había engañado. Estaba haciendo un tiempo extraordinario: superaba en doce segundos la mejor marca hasta entonces, la de Ronald de Groote, el especialista en la crono del Maeslant holandés. En un trayecto tan corto resultaba una diferencia tan notable que estuvo seguro de que Tobias Gros no podría superarla.
—¡Sigue, sigue! —oyó de nuevo la voz del entrenador, amplificada a sus espaldas para impedir que se relajara—. Ya casi lo tienes. Basta con mantener el ritmo.
Había llegado a las vallas que indicaban los dos últimos kilómetros y sus fuerzas no se habían acabado. Cambió a la corona de dieciocho dientes, porque el duro tramo final de la montaña podía hacerse interminable. Ahí estaba la trampa del prólogo para algunos que lo habían afrontado como un sprint prolongado y al final habían perdido mucho tiempo.
Desde atrás, Max Zaharia seguía empujándolo con sus gritos, que se mezclaban con los de la multitud que llenaba las aceras ahora que los ciclistas iban más despacio y podían verlos con mayor detalle.
—¡Vamos, Darko! ¡El último esfuerzo!
—¡Vinga! ¡Vamos!
—¡Au!
Rugían, golpeaban las vallas a su paso, agitaban banderines publicitarios, banderas nacionales… Y gritaban viéndolo sufrir, amarrado a la bicicleta, enfilando las últimas rampas, aunque a veces tenía la impresión de que le aplaudían tanto por admiración como por la misma crueldad de quienes asistían a los espectáculos de los circos romanos o a los autos de fe. ¡Trescientos metros, doscientos cincuenta, doscientos…! Se puso en pie y aceleró con furia y dolor, como si fuera la última vez que corría en su vida. Cruzó tan rápido la meta que estuvo a punto de atropellar a uno de los fotógrafos.
De camino hacia el autobús del equipo no aceptó hablar con nadie. Sólo quería beber dos litros de agua, descansar y contemplar en el televisor cómo Tobias Gros llegaba tras él. Quería ver su reacción, la expresión de su rostro al descubrir que por primera vez en los últimos años alguien lo vencía en una contrarreloj.
—¡Enhorabuena! —le gritó uno de los ayudantes, haciéndose cargo de su bicicleta—. Ese tiempo no hay quien lo mejore. ¡Le has sacado medio minuto al segundo clasificado!
Subió los peldaños del autobús sin atender a las primeras cuestiones de los periodistas ni a los requerimientos de los fotógrafos para que posara unos segundos. Cuando iba a entrar, una reportera le puso el micrófono ante la boca:
—Has hecho el mejor tiempo, catorce minutos, veintitrés segundos. ¿Te has sentido bien en la carrera?
—Nunca me siento bien sobre la bicicleta —respondió con aspereza—. Sobre la bicicleta se sufre.
—Pero has sido el más rápido —insistió.
—He sido el más rápido para llegar cuanto antes a la meta y poder descansar.
Dentro del autobús ya estaba el entrenador.
—Siéntate. Descansa —le indicó un asiento de la primera fila y le pasó una botella de agua—. Has estado estupendo.
Mientras bebía, miró la pantalla. Entraba la «Avispa» Panal con 50’’ de retraso sobre su tiempo. Luego comenzaron a repetir las imágenes del momento de su llegada y reconoció con satisfacción su elegante forma de pedaleo, incluso cuando se ponía en pie para esprintar, el gesto con que avanzaba la cabeza, como si quisiera impulsarse con ella hacia adelante. De pronto cortaron las imágenes para ofrecer la llegada de Tobias Gros. ¡Ya estaba allí, cuando Panal apenas acababa de pasar!
—¡Hijo de puta! —murmuró Max a su lado, con los ojos fijos en el cronómetro.
Los segundos pasaban muy lentos y en cambio Gros reducía muy deprisa la distancia que le faltaba hasta la meta.
Cachito del libro Contrarreloj de Eduardo Fuentes