(Una danza para la música del tiempo, cuadro de Poussin que inspiró al autor)
Este hombre es un prosista exquisito. Le comparan a menudo con Marcel Proust. Comparten ambos, en efecto, la sutileza lingüística y la enormidad de sus propuestas novelísticas. Se diferencian, sin embargo, en el punto de vista: allí donde el francés hurga en las sensaciones, el inglés disecciona el pensamiento y lo hace mediante unas frases tan rotundas, luminosas y certeras que lo primero que te viene a la cabeza, como una revelación, es que este hombre te está ayudando a pensar.
Y, más que a pensar, a formalizar tu propio pensamiento, lo que viene a ser lo mismo (relación pensamiento-lenguaje). Así como en las frases perversamente subordinadas del glorioso francés Proust te puedes perder física y anímicamente, en las construcciones verbales de Powell nunca hallarás dificultad alguna: muy al contrario, casi sentirás cómo se aparean gozosamente las sinapsis de tu cerebro.
¿De qué trata su novela? No importa mucho, pero lo diré: de la juventud privilegiada inglesa (aristócratas, emprendedores, nuevos ricos…), de sus pequeñas y egoístas preocupaciones a lo largo del tiempo, entre los años 20 y los 70 del siglo XX. Es una obra literalmente monumental: consta de doce novelas agrupadas en cuatro volúmenes (subtitulados como las estaciones del año). Y pasemos a las citas, que no hay prisa pero son muy largas:
Sus palabras, cuando llegaban al otro extremo de la mesa en los intervalos de relativo silencio, en labios de otro hombre menos inteligente que él, hubieran podido tomarse como reveladoras de unos procesos mentales de tan penosa banalidad –por su abismal aridez, en la que ni el humor, ni la imaginación ni, a decir verdad, cualquier forma de comprensión humana tenían la más mínima cabida- que incluso llegué a preguntarme si no estaría expresándose irónicamente o embromando a sus invitados con la interpretación del papel de un idiota en alguna improvisada comedia. Pero es que yo no sabía aún que la capacidad de los hombres interesados en el poder no se expresa necesariamente en la brillantez de su conversación.
Era un local sórdido, aunque de alguna forma creaba ciertas expectativas sobre lo que pudiera haber en su interior. La fachada evocaba una de esas tiendas que se pintan, alineadas, en el telón de fondo de una farsa, y al aproximarme a la ventana iba casi dispuesto a ver aparecer al señor Deacon caracterizado de mago –máscara, traje con lentejuelas, varita mágica…-, que salía de pronto y hacía una pirueta en la acera, chocando de pronto, con desastrosas consecuencias, con quienes pasaban por allí en aquel instante.
Solía yo imaginar la vida dividida en compartimentos separados, consistentes, por ejemplo, en abstracciones antitéticas como placer y dolor, amor y odio, amistad y enemistad (…) El tiempo habría de enseñarme lo ilusorio que era semejante punto de vista (…) Casi cada conocimiento adicional te ofrece un mundo suplementario con sus propios azares y sortilegios (…). De forma que, al final, la diversidad entre ellos, si acaso hay alguna, parece casi imperceptible salvo en unos pocos rasgos y brochazos externos (…) Hasta el amor y el odio, la amistad y la enemistad se tornan mucho menos definidos, y con frecuencia ofrecen signos de poseer características que, por decirlo suavemente, tienen mucho en común.
El amanecer era pesado, tal vez anuncio de una tormenta en perspectiva. No había nadie por allí, aunque el rumor de algún que otro vehículo circulando por Park Lane rompía a intervalos el silencio unos pocos segundos, hasta que el sonido, lúgubre como el cuerno de un cazador resonando en el bosque, se apagaba rápidamente en lontananza. Esas primeras horas de la mañana traen consigo una sensación de apremio, una especie de amenaza ante las cosas que pueda deparar el día.
Yo no pude evitar cierta envidia al verlo monopolizar la compañía de tan atractivo par de jóvenes, cada una de las cuales, dentro de su contraste, parecía personificar un estilo de belleza a la vez exquisito y notablemente de moda; consideración esta última menor e irrelevante incluso, pero a la que resultaba difícil resistirse.
Y ya basta, que se podría citar casi cada página. Vayamos con algún dato: Anthony Powell (1905-2000) fue novelista (El rey pescador), dramaturgo, poeta, biógrafo, guionista (de Warner Brothers), colaborador de periódicos, editor literario y autobiógrafo (cuatro tomos de memorias y tres volúmenes de diarios). Está considerado como uno de los mejores novelistas británicos del siglo XX. Ustedes lo disfruten, que hay para largo.
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