Al autor de esta novela le sobran neuronas por todas partes. Su increíble inteligencia, sensibilidad y buen humor nos ha regalado magníficas obras de ficción como El nombre de la rosa y estupendos ensayos como Apocalípticos e integrados. En muchas otras ocasiones, sin embargo, su fértil cerebro y amplísimos conocimientos tan sólo han le servido para parir obras retorcidas y pretenciosas de difícil digestión.
Con este Cementerio de Praga, absurdamente criticado por antisemita (como si a Nabokov le tildaran de pedófilo), me da la impresión de que Umberto Eco ha encontrado la justa medida de sus posibilidades, divirtiéndose a placer al tiempo que nos divierte a los demás.
Es una novela rara, extraña, sin una línea argumental que apasione, creada en torno a diferentes episodios que suceden a lo largo de la vida de su protagonista, un falsificador italiano que se pone al servicio del antisemitismo y de todo aquel que se avenga a pagarle. Se trata de un tipo que carece absolutamente de moral y que justifica sus acciones de un modo tan absurdo como entretenido. En este sentido le encuentro cierto parecido con el Bravo soldado Schweik. Porque, a pesar de su tenebroso argumento, de sus intrigas, asesinatos y múltiples traiciones, esta novela es francamente graciosa. Me imagino perfectamente las carcajadas de Umberto escribiéndola.
Un nombre que me vino a la mente al leerla es el del ínclito Borges, puesto que el lenguaje está cuidado hasta el delirio, cada frase bordea la exquisitez, el gusto por el detalle, la paradoja (atinada y menos plúmbea que en el caso de Cabrera Infante), el amor a las palabras y a sus significados (no en vano Umberto es catedrático de Semiótica)… En fin, que una lectura atenta permite sacar un dulcísimo jugo a este libro. De hecho se exponen en procesión tantas ideas y tantos aciertos literarios que para un aficionado a la literatura pura sería una pena perderselo.
Sin ánimo de ejemplificar sino de traer a colación un simple ejemplo (hay miles), transcribo a continuación lo que experimenta el protagonista cuando se ve obligado a practicar sexo por primera vez en su vida.
Diana llega a mí, jadeando sobre mí, o Dios mío, la pluma me tiembla, la mente me vacila, lagrimeante de disgusto, puesto que soy (ahora como entonces) incapaz de gritar porque me ha invadido la boca algo no mío, me siento rodar por los suelos, los perfumes me están aturdiendo, ese cuerpo que busca confundirse con el mío me provoca una excitación preagónica, endemoniado, como si fuera una histérica de La Salpetriére, estoy tocando (con mis manos, ¡como si lo quisiera!) esa carne ajena, penetro esa herida suya con insana curiosidad de cirujano, ruego a la hechicera que me deje, la muerdo para defenderme y ella me grita que lo vuelva a hacer, echo la cabeza hacia atrás pensando en el doctor Tissot, sé que estos desmayos acarrearán el adelgazamiento de todo mi cuerpo, la palidez térrea de mi rostro ya moribundo, la vista nublada y los sueños tumultuosos, la ronquera de las fauces, los dolores de los bulbos oculares, la invasión mefítica de manchas rojas en la cara, el vómito de materias calcinadas, las palpitaciones del corazón y, por último, con la sífilis, la ceguera.
Y mientras ya he dejado de ver, de golpe siento la sensación más lacerante, indecible e insoportable de mi vida, como si toda la sangre de mis venas brotara de golpe de una herida de cada uno de mis miembros tensos hasta el espasmo, de la nariz, de las orejas, de las puntas de los dedos, incluso del ano; socorro, socorro, creo entender qué es la muerte, de la que todo ser vivo huye aunque la busque por instinto innatural de multiplicar su simiente…
Y así todo, ya digo, un estupendo cúmulo de desmadres controlados.