Este libro es el primero de una serie de seis, conocida como “Berlin noir”, en la que se nos cuentan las peripecias de un investigador privado en pleno auge del nazismo en Alemania
Lo que tiene de original y diferente es precisamente dicha localización espacio-temporal. Se nos revela la sociedad nazi por dentro, su cotidianeidad, el día a día de los ciudadanos (víctimas y verdugos), las estrategias para sobrevivir, la podredumbre moral… y todo ello en el contexto de un argumento de novela negra, con sus asesinatos, persecuciones, palizas, chicas guapas y frases ingeniosas. ¡Esto último que no falte nunca! En el caso de este escritor he detectado una predilección por las comparaciones originales.
Y he recopilado unas cuantas para ustedes, faltaría más. Atentos a los “como”.
-Aquí tiene su tarjeta
Me la dio y yo me quedé mirándola fijamente con un aire estúpido, como si fuera el boleto de una tómbola. Él se inclinó y me la leyó, mirándola al revés.
-Ah, Herr Gunther, es usted –dijo, saliendo de su guarida. Fue avanzando hacia mí como un cangrejo con una grave dolencia de callos.
La voz cayó lentamente de una boca a lo Boris Karloff, con los dientes un tanto salientes, como el hollín de un cubo.
Jóvenes hoscos, cada uno con un cigarrillo liado a mano colgando, casi reducido a cenizas, de sus delgados labios, como un rastro de mierda cuelga de un pez rojo aburrido dentro de su pecera.
… compran y venden desde unos despachos con mucho estilo donde ir a curiosear en busca de un anillo de compromiso es algo casi tan usual como encontrar una chuleta de cerdo dentro del bolsillo de un rabino.
El gordo se tiró del enorme bigote castaño y negro, que se le adhería al labio como un murciélago a la pared de una cueva.
Me ofreció una sonrisa tan fría y dudosa como la goma de un condón de segunda mano.
Llevé el coche hasta la casa sintiéndome como una úlcera en la boca de un ventrílocuo.
Con sus labios delgados, casi inexistentes, la boca de Tesmer era como una raja en un trozo de cortina barata.
Estaba todo tan silencioso como la savia de un árbol de caucho envuelto para regalo.
-Gracias. ¿Tiene un cenicero? –dije sosteniendo la ceniza del cigarrillo en equilibrio vertical, como si fuera una jeringuilla hipodérmica.
Hicieron que me encontrara tan cómodo como una trucha en el mármol de la pescadería.
Tenía el pelo de color mostaza, cortado por un esquilador de ovejas de competición, y una nariz como un tapón de botella de champán. Su bigote era más ancho que el ala de un sombrero mexicano. El otro tipo era el arquetipo racial, con esa clase de barbilla y pómulos exagerados copiados de un cartel de las elecciones prusianas. Ambos tenían ojos fríos, pacientes, como mejillones en escabeche, y una sonrisa desdeñosa, como si alguien se hubiera tirado un pedo o hubiera contado un chiste de un especial mal gusto.
Sus cejas, retorcidas y rizadas como dos orugas venenosas, se unían en un garabato irregular de pelo mal conjuntado. Detrás de unos gruesos cristales casi opacos por las grasientas huellas de sus dedos, sus ojos grises, furtivos y nerviosos, vigilaban el suelo, como si esperara que en cualquier momento fuera a encontrarse tendido de bruces en él.
Será tan bien recibido aquí como la polla de un judío en el culo de Goering.
Cuando habló, su voz sonó como la de un oso pardo de tamaño mediano, gruñendo desde el interior de una caverna pequeña y siempre al borde de la cólera. Cuando sonrió la boca fue como un cruce del maya temprano y el gótico tardío.
Me sentía tan lleno de vida como un tiro de perros de trineo.
Solté la respiración que había estado aguantando inconscientemente mientras disparaba, y con el corazón batiéndome en el pecho como un tenedor en un cuenco de claras de huevo me volví instintivamente, recordando que no había uno, sino dos perros.
La boca se le aflojó como la bolsa vacía de un irrigador vaginal. Lo abofeteé de nuevo.
Por cierto, “violetas de marzo” es como llamaron a los advenedizos que se apuntaron al partido nazi tras su victoria en las urnas, por la cosa de medrar.