Jonathan Littell es el escritor de Las Benévolas, una novela imposible de escribir y de muy difícil lectura. En ella asistimos a la vida y pensamientos de un alto cargo del ejército nazi encargado de controlar y organizar el asesinato de judíos –con todos los problemas técnicos que ello implica- en diversos países de Europa durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. La novela rezuma un conocimiento tan profundo de los entresijos de la política nazi que dudas muy seriamente de que se trate de ficción. Lo más insoportable es la frialdad técnica con la que se narran las aberraciones, crueldades y miserias humanas. La mayor parte de la gente que conozco no ha sido capaz de acabar el libro. Y no por falta de interés ni porque sea muy voluminoso, no, sino por no poder aguantar tanto horror objetivo. Hablo de la novela Las Benévolas, de Jonathan Littell, Premio Goncourt 2006. No se la recomiendo.
Robert Littell es el padre de Jonathan. Con esto ya está dicho casi todo, porque de algún sitio salen los hijos. Adquiero esta información en la contraportada de la novela Leyendas. Se supone que se trata de un thriller. Vale, qué más da. Paso a leer el primer párrafo.
Por fin se habían decidido a asfaltar el ramal de tierra de siete kilómetros que comunicaba Prigorodnaia con la autovía de cuatro carriles entre Moscú y San Petersburgo. El sacerdote del pueblo, tras resurgir de una juerga de una semana, encendió velas de cera de abeja por Inocencio de Irkustk, el santo que en la década de 1720 había reparado la carretera a China y ahora estaba a punto de llevar la civilización a Prigorodnaia en forma de banda de macadán con una raya blanca recién pintada en medio. Los campesinos, que tenían una idea más acertada sobre el funcionamiento de la Madre Rusia, opinaban que esta muestra de progreso, si podía llamarse así, guardaba relación más probablemente con la compra, varios meses antes, de la amplia dacha de madera del difunto y poco llorado Lavrenti Pavlovich Beria, adquirida por un hombre identificado sólo como el Oligarkh. Apenas se sabía nada de él. Iba y venía a horas intempestivas en un reluciente Mercedes S-600 negro, su mata de pelo cano y sus gafas de sol, una fugaz aparición detrás de las lunas tintadas. Se decía que una lugareña contratada para hacer la colada lo vio tirar la ceniza de un puro desde el mirador de la dacha, semejante a una torrecilla, antes de volverse para dar instrucciones a alguien. La mujer, que estaba aterrorizada por la nueva lavadora, el último grito en electrodomésticos, y lavaba la ropa en el trecho menos profundo del río, se encontraba demasiado lejos para distinguir más que unas pocas palabras <<Enterrado, eso quiero, pero vivo…>>; aún así, sintió un escalofrío, tanto por las propias palabras como por el tono brutal del Oligarkh, y todavía ahora se estremecía cada vez que lo contaba. Dos campesinos que cortaban leña al otro lado del río habían alcanzado a ver al Oligarkh de lejos: con la ayuda de unas muletas de aluminio y visible esfuerzo, recorría el camino que iba desde detrás de su dacha hasta la ruinosa fábrica de papel, cuyas gigantescas chimeneas arrojaban humo de un blanco sucio catorce horas diarias, seis días por semana, y más allá, hasta el cementerio del pueblo y la pequeña iglesia ortodoxa con desconchones en las deslucidas cúpulas bulbosas. Un par de borzois se revolcaban por el suelo ante el Oligarkh mientras él, al andar, adelantaba una cadera y arrastraba la pierna, y repetía luego el movimiento con la otra cadera. Lo seguían tres hombres con vaqueros Ralph Lauren y telnyashki –las características camisas a rayas que los paracaidistas a menudo continuaban poniéndose después de abandonar el ejército-, con escopetas bajo el brazo, apoyadas en la sangría del codo. Los campesinos estuvieron muy tentados de acercarse a ver mejor al recién llegado, un hombre rechoncho y cargado de espaldas, pero descartaron la idea cuando uno de ellos recordó al otro lo que había proclamado desde el púlpito el metropolitano venido de Moscú para celebrar la Navidad ortodoxa en enero hacía dos años: <<Si sois tan tontos como para cenar con el demonio, usad al menos una cuchara larga, por el amor de Dios>>.
No sé a ustedes, pero a mí me han entrado unas ganas tremendas de seguir leyendo. Perdonen que les abandone, que tengo que hacer.