¡Qué difícil resulta ponerse a escribir sobre algunas novelas! La gran tentación es decirle a cualquiera (adulto, con cierta sensibilidad, y un poco de cachondeo vital): “¡léela!”. Y se acabó.
Pero ese alguien tiene derecho a preguntar por qué. Así que o me callo o intento explicarme.
Mientras la he ido leyendo, en muchos momentos me parecía inmerso en un breve y ligero ensayo, o, quizás más bien, en un cúmulo de reflexiones sueltas, sobre muchos y diversos temas entrelazados (la vida y la muerte, su sentido o sinsentido, la identidad personal, el poder, el valor y uso de las palabras…).
Y todo ello con la ayuda de algunos personajes impagables: Tur, el viajante, su “tía” Cati, Sampedro, Gisbert, Chicoserio, don Obvio, don Mero, don Meramente o don Impepinable (que no son cuatro, sino el mismo)…:
Más abajo os ofrezco unas cuantas perlas, para que no perdáis ahora el hilo de discurso
La acción (que no la hay) está a veces acompañada de una cierta descripción de la realidad social, “dejada caer como quien no quiere”; y trufada de relatos cortos llenos de humos y sensibilidad. Alguno de ellos resulta delicioso, como el de sus primeros escarceos eróticos, o aquel en el que Chicoserio da sus razones para ser rico: “Así que cuando salió la conversación de lo que cada cual haría si fuese millonario, él (Chicoserio ) dijo: «Si yo fuera millonario, pero millonario de los grandes, de los de miles de millones, me dedicaría a joder al prójimo. ¿Que cómo? Pues muy fácil. Por ejemplo,
compraría una mañana todos los churros del Maracaná y alrededores para que la gente se quedara sin churros. Compraría un fin de semana todos los condones de las farmacias del barrio y adyacentes para que la gente no pudiera follar, el pan de todas las panaderías, los periódicos y revistas de todos los quioscos, las entradas del fútbol y los toros, dejaría sin vino a los borrachos y sin putas a los puteros». «Pero, hombre…», intentamos decirle. Y él: «¡Nada, nada, que se jodan como me jodo yo!».”
Pero, lo que tenía entre mis manos no era un ensayo, sino una novela hecha y derecha. Sorprendente en sus contenidos y en su estructura: alguien, de quien vamos conociendo trocitos de vida, cuenta lo que recuerda de ella, en p rimera persona y dirigiéndose a un tú imaginario, que el lector puede creer ser él mismo, pero que no lo es y sólo al final mostrará su presencia. Todo ello en un tiempo impreciso del que antes del final sólo logramos averiguar que se trata de esos momentos en los que el protagonista sospecha muy cercana su muerte.
Es algo así como su testamento. Un testamento en el que llega a impresionar lo poco (¿con qué instrumento de medida lo valoramos?) que queda de una vida después de haberla vivido.
Habrá los que opinan que queda más o que queda menos, los que piensen que la vida trasciende en sí misma y los que proclamen que no es más que el río que da en la muerte. Habrá quien considere, desde este lado aún, que su vida es o ha sido mucho más rica y quien se de con un canto en los dientes si puede aproximarse a lo que al protagonista le queda de sus años vividos.
Pero siempre es interesante que nos coloquen ante preguntas semejantes. Y esta novela puede hacerlo y, además, de manera amena, sin ponerse seria, adusta o trascendente, sin colocarnos ante ningún abismo existencial. Con el humor implícito en esa expresión del protagonista: “Y mirando el jardín de pronto odié a Dios por no existir”.
Y ahora os dejo con algunas perlas:
“Luego me enteré de que don Obvio murió esa misma noche. ¿Y sabe cuáles fueron sus últimas palabras? Habló del calentamiento global, del efecto invernadero, de la capa de ozono, del futuro incierto del planeta. Y concluyó diciendo: «Por lógica, algún día nuestros descendientes no tendrán flores para llevarnos a la tumba». Y se murió. Aquélla fue su última obviedad.”
“No entiendo ese afán de conocerse uno a sí mismo y andar hurgando y como hozando en las entrañas inmundas de la identidad, a veces incluso con ayuda de profesionales. ¿Qué espera uno encontrar en ese estercolero? ¿Se imagina un epitafio que diga «Aquí yace uno que logró conocerse a sí mismo»? No, a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás. Bastante tiene uno con llevarse a sí mismo encima todos los días del año y las horas del día. ¿No cree? Bah, a la mierda el yo y sus circunstancias.”
“¿Sabe lo que me hubiera gustado ser a mí? No periodista ni comerciante, ni hombre casado ni soltero. No, a mí lo que
me hubiera gustado es ser pastor. Un pastor que lee, que va al teatro y al cine, que juega al ajedrez, que hace tertulia en el Maracaná, o que no hace nada, que va y viene como caminando sobre las aguas, que habla con unos y con otros, que viaja de vez en cuando (pastor viajero, pues), que se queda en casa los días de lluvia y frío, y sobre todo que no tiene responsabilidades con sus ovejas. Es decir, que me gustaría ser pastor sin ovejas. Pastor sin nada que guardar. O, en su defecto, jubilado joven, o sheriff sin cuatreros, o enfermo sin dolencias o pobre sin miserias, casi sin necesidad. Encontrar la dulzura de la esperanza en una madurez sin ambiciones. Ganas de comer miel sobre pan blanco y beber del agua clara del arroyo.”
“Ya he vuelto a perder el hilo de la historia. Bueno, si es que esto es una historia, porque al fin y al cabo mi vida es el cuento de los que nada tienen que contar. Y es que a mí me han ocurrido muchas cosas, sí, pero ninguna de importancia, y por eso sólo puedo contar episodios nimios y dispersos. ¿Le he dicho ya que mi vida, como tantas otras, carece de argumento? Yo no veo que haya habido en ella una evolución, un decurso, y aún menos un planteamiento, un nudo, un desenlace, sino que todo han sido piezas sueltas, perlas sin hilo, naipes sin casar, agua que no hace cauce. Un salpicón de nombres, de rostros, de sucesos aislados. Pero detrás de todo ese vivir desarreglado supongo que estoy yo, y que esos sucesos me contienen y me definen. ¡Ah, ya me acuerdo de qué estaba hablando! De lo sombríos que son los pensamientos por la noche.”.