Este libro te introduce en un ambiente cuya existencia ni siquiera sospechabas, el de la gente que reconoce abiertamente que el sexo es la razón más importante de su vida y se dedica a experimentarlo con desconocidos, a escondidas y a la vista.
Me explico. “A escondidas” porque los aficionados a tan noble arte quedan por Internet en descampados donde no puedan ser localizados por la policía. “A la vista” ya que de lo que se trata es de mirar.
Unos hacen guarrindongadas y otros miran. De vez en cuando, si se lo permiten, alguno de los mirones puede participar en la orgía tirándose a la mujer del prójimo en multitud de posturas. El resto se conforma con practicar el vicio solitario mientras observa. Un vicio no tan solitario, por cierto, puesto que, además de contar con la inestimable ayuda de aquellos que están dale que te pego delante de sus ojos, también pueden conseguir que alguno de sus compañeros de vicio le auxilie en su orgásmica búsqueda.
Todo muy normal, todo muy limpio y todo muy controlado. Es gente pacífica que va a lo que va. Utilizan preservativos y cremas, y tan sólo se acercan a la acción a mirar o a “ayudar” cuando se lo permite la pareja de turno. Porque la cosa suele iniciarse con una pareja dándose el lote completo dentro de un coche. El resto de la gente espera a ser admitida y, cuando llega el permiso, se acercan con la intención de pasárselo bien mirando.
Parece que estoy describiendo un argumento pornográfico, pero no señores, no. Como bien comenta el narrador, la actividad a la que se dedican los personajes es esencialmente antipornográfica, en el sentido de que no existen lejanas e inalcanzables mujeres con curvas de laboratorio que fingen orgasmos sin molestarse en ocultar su fingimiento, sino justo todo lo contrario: gente normal y muy cercana que simplemente se divierte practicando sexo… y observando o dejándose observar. Chachi.
Qué locura, ¿verdad? ¿Es posible que exista en la realidad algo parecido a lo que aquí se nos describe? Pues no lo sé ni me importa. Bueno, quizá sí que le importa un poco a esa parte mía tan canalla que mantengo escondida para que no trastoque mi plácida existencia, pero… Dejémoslo estar. A lo que me refiero es a que Daniel Davies ha creado un mundo perfectamente coherente y cerrado en sí mismo, un mundo que te atrapa desde el principio y con el que convives de forma apasionada durante todo el tiempo que dura la lectura de esta novela, La isla de los perros. Por cierto, que no hay perros ni isla.
Y no es solamente un libro excelente, sino además muy divertido y estupendamente escrito. Te lo crees todo sin dificultad y te cae bien el narrador-protagonista. ¿Para qué más?
La influencia de esta novela se extiende incluso por la red, donde podemos consultar algunos epígonos, más o menos deshonestos, como el de Voyeur, que aquí ni recomendamos ni dejamos de recomendar. Lo que sí recomiendo fervientemente es este pedazo de novela y este pedazo de escritor. Por cierto, no se asusten ustedes (o todo lo contrario) porque aunque el tema del libro sea el sexo, no se lo pasan follando en cada página. La editorial no es la Sonrisa Vertical sino Anagrama.
Acabemos transcribiendo un cachito en el que el protagonista describe a un compañerete de gustillos a quien acaban de presentar.
Tiene un ligero acento cockney pero muy pulido, como si repartiera su tiempo entre el oficio de fontanero y la universidad a distancia. A juzgar por el jeep y el atuendo de señorito rural –chaqueta verde impermeabilizada, camisa Oxford azul, guantes de gamuza de color ante-, ha debido de ganar un buen puñado de dinero. Así que no hay duda, es fontanero.