Ciencia ficción

Yo, como muchos, no estoy de acuerdo con llamar ciencia ficción a los libros de ciencia ficción. Decí­a Einstein cuando le preguntaba qué era el tiempo, que el tiempo es eso que miden los relojes. La ciencia ficción lo mismo: es eso que va dentro de los libros de ciencia ficción, que puede no ser ciencia ni ficción siquiera. Podrí­amos llamarlos “el género pretexto”. El pretexto para presentarnos situaciones, tramas, ante las que hay que tomar una postura, que aunque no se correspondan con el mundo real o histórico, nos puede deparar una lección, un entrenamiento espiritual, y, por qué no, un divertimento inverosí­mil.
La ciencia ficción no es un género, es… otra literatura. Dentro de ella hay todo tipo de novelas, del oeste (Tropas del espacio), de guerra (El juego de Ender), de amor (Amanecer), de aventura (Mundo anillo), cientí­ficas (La paja en el ojo de dios), crí­tica social (Mercaderes del espacio), polí­ticas (Los desheredados), filosóficas (A vuestros cuerpos desnudos), policiacas (Bóvedas de acero), o de intriga (Fundación). Uno podrí­a leer todo tipo de literatura sin salirse de la ciencia ficción. La ciencia ficción deja maniobrar al autor y le proporciona un marco comprensible donde sucede la acción, con el añadido de que esta facilidad puede, y es, a veces muy vistosa y amena y muy bien aceptada por el lector. Lo de que sirve para resolver situaciones ficticias que puedan llegar a ser verí­dicas es algo sobradamente comprobado, no olvidemos que la ciencia ficción también ha sido denominada a veces género de “anticipación”; sólo hay que recordar algunas de esas anticipaciones, como el submarino de Verne, o su viaje a la Luna; las leyes de la robótica de Asimov, que han sido adoptadas como principio ético por los ingenieros cibernéticos; el desarrollo de internet y su futuro, estudiado con una visión alegre y desenfadada en la novela Ora-Cle, de Kevin O’Donell (de obligada lectura para los internautas), y seguramente podrí­amos escribir un sinnúmero de invenciones, y sobre todo, de situaciones previstas en la ficción y luego sucedidas en el mundo real.
Como hace tiempo que perdí­ la esperanza de hacerme una culturilla leyendo, y (casi) sólo lo hago para divertirme, he encontrado en este género (y en la novela negra) una mezcla de interés humano, entretenimiento y sana curiosidad, que me anima a seguir gastándome las perras en literatura. Me gusta la ciencia ficción, caray, y reivindico para ella un lugar preferente en el mundo literario, y no uno de género segundón.

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Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar

Este libro recrea las memorias íntimas de un emperador romano del siglo II, imaginadas y compuestas en lenguaje actual por una escritora francesa del siglo XX. La tarea resulta tan abrumadora que una persona con una pizca menos de talento que la Yourcenar habría, sin duda alguna, fracasado con estrépito. Sin embargo, esta obra se convirtió, ya desde su publicación (1951) en una de las creaciones literarias más celebradas de su época, maravillando y sorprendiendo tanto por la precisión de su lenguaje como por la sensibilidad con la que expone el pensamiento romano clásico. Aunque se la siga considerando una “novela histórica”— sin duda por pereza— lo cierto es que de “novela” —entendida como una narración de eventos en los que se ven involucrados varios personajes— no tiene mucho. Histórica sí que es, por supuesto, en el sentido de que sucede en tiempos pasados, aunque ese suceder se centre más en las elucubraciones del personaje principal que en otros escenarios más geográficos. De todos modos, su historicidad es innegable porque nos abre con efectividad al conocimiento de una determinada época. Al acabar de leer este libro cuenta uno con una idea mucho más clara del período histórico en cuestión (en este caso el imperio romano), y eso es algo de lo que pocas novelas históricas pueden presumir. Además, también es divertido, permítanme que lo diga en contra de la opinión de quienes han abordado su lectura buscando las aventuras de una novela formal. Aquí las aventuras y las emociones suceden en el ámbito mental, no siendo, por ello, menos emocionantes.

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HISTORIAS DEL VIRUS: Diarios del confinamiento, de Alberto Arzua

Pincha para ver El diálogo como paisaje, como descripción -¿Qué pasa aquí? -Esto pasa. -A ver, explíquemelo. -No, hombre, basta con que mire a su alrededor. -No, mujer, basta con que mire a su alrededor. -No hacía falta que repitiera toda la frase, eh, era solo por constatar mi género al lector. -Sexo. -¿Cómo? -Que no es género, sino sexo, el género es una cosa gramatical, el sexo, en cambio, es algo que salta a la vista. -Bueno, vale, pero nos estamos distanciando del tema original. -¿Qué tema? -La descripción del «esto» y de «lo que pasa aquí». -Pues hasta ahora solo se ha descrito mi sexo. -Y muy vagamente, en general, sin entrar a mayor descripción de atributos físicos. -Ni falta que hace. -Es que a mí, le seré sincero, las mujeres con mascarilla me ponen más que las desnudas. Desnudas de cara, quiero decir. -A mí los hombres con mascarilla me ponen exactamente lo mismo que sin ella: cero pelotero. Pero nos volvemos a salir del tema nefando, que es el maldito virus. -Ah, el virus. Una lata. -No, no, el virus es un peligro mortal, la mascarilla sí que es una lata, no confundamos, a cada cual lo suyo: virus peligromortal, mascarilla lata. -Pero es que el virus no lo vemos y la mascarilla sí. -Huy que no lo vemos ¿no ha visto usted la pelotica esa llena de tachuelas? -Ah, eso ¿pero de veras es así? -Es así. -Yo creía que era un dibujo animado. -Si fuera un dibujo animado le habrían puesto la guadaña segando vidas. -La veo a usted muy negativa, oiga. -¡Ni negativa ni hostias, esto no es para tomárselo a broma! -Se le ha metido la mascarilla en la boca, por gritar, ufs, es usted así como tirando a fea una vez que muestra semejante narigón con verruga y esos morros y esos dientes torcidos; no sé cómo, teniendo ese aspecto, abomina usted de la mascarilla, que tanto la agracia. -Se va a ir usted a la mierda. -Ande, léase usted los cuenticos estos del virus a ver si le mejora el carácter, que ya veo que otra cosa solo la puede mejorar una cirugía. -¡Nunca había dicho nada así, pero se lo voy a decir porque se lo ha ganado: ojalá se case usted con una mujer que coma galletas en la cama! -¡Huy lo que me ha dicho! Me voy, aunque sea a la mierda. Ea.

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La Chon, de Tomás Galindo

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En este libro de cuentos pasan cosas, muchas cosas. Cosas normales, cosas asombrosas y cosas de las otras. ¿Cuáles son las otras? ¡Vaya, ya estamos preguntando nada más empezar! No importa, que hoy me he levantado con el talante derecho: escucharé lo que se me tenga que decir y obraré en continencia. Voy a responder, sí, pero porque me da la gana, eso que quede nítido. Pues las cosas de las otras son de lo más variado, van desde la Aparición de la Vírgen María en un concesionario Peugeot hasta un Concurso de Bragas Limpias en la cárcel Modelo, pasando por el Nefando Crimen de las Mandarinas o la misma Batalla de los Ciegos. También llaman la atención los nombres de la gente. Hay nombres a porreta, casi tantos como personas. ¿Y eso no es normal o qué? ¡Qué va a ser normaloqué, qué va a ser normaloqué! En un libro monodimensional, o sea, normalito, saldría la cerillera, el drogata, la puta, el asesino, el poli cabrón, el malo malísimo y hasta el etcétera, pero no te ponen el nombre de todos, faltaría más el desgaste de medios. Pero este libro es pluriparanormal, lo que viene a decir lo que dice, a saber, que hay tantos nombres propios que se podrían meter todos juntos en un poema y faltaría poema para tanto connubio. Como muestra, un dibujo: Sigue leyendo

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La detective miope, de Rosa Ribas

Hay un feminismo que opina que las mujeres escriben igual (de bien) que los hombres. Hay otro feminismo que asegura que las mujeres escriben distinto que los hombres, porque para eso son mujeres. Las primeras opinantas creen en la igualdad entre hombres y mujeres. Las segundas, también, pero recalcando las diferencias. Todo esto será muy interesante y esclarecedor, pero no explica nada. Habrá que ponerse al tajo.

Rosa Ribas es una escritora de género femenino, valga la redundancia. Leer este libro me ha resultado una sorpresa muy agradable porque, al tiempo que comprobaba el peculiar estilo femenino de la autora, me solazaba con el fluir de la acción, con su escritura aseada, sin ninguna alharaca, con los personajes, humanos en dos pinceladas, con… una manera de escribir que sorprende porque la lectura se hace fácil, amable y suavita. Es como ir patinando. Esto que acabo de poner no gustará a ningún colectivo feminista modelno, pero qué le vamos a hacer.

Veamos un bonito fragmento de la ilustre Rosa Ribas. En esta escena la detective protagonista se ve en la tesitura de juzgar las capacidades como cantante de una recién conocida que, al parecer, le pone mucho empeño a eso del gorgorito.

-¿Qué vas a cantar?

-Alma, corazón y vida.

Busqué el archivo en el ordenador y puse la música en marcha.

Al principio con voz trémula, después con algo más de firmeza, empezó a cantar.

La canción duraba unos tres minutos y durante esos tres minutos sufrí bastante. No, no era por la música, apenas percibí que la hubiera. Era que su voz era poca cosa más que un maullidito ronco. La pieza había terminado y Aurora Claramunt me miraba desde detrás del micrófono.

-¿Qué te ha parecido?

-¿De dónde eres?

-De Llosa.

-Eso está en Lérida, ¿no? ¿Tienes algo en catalán?

Me miró confusa.

-El acento peninsular no está hecho para cantar boleros. Por las zetas.

Asintió.

-Tengo La dansa de la primavera.

El catalán no consiguió que esos maullidos dejaran de sonar lastimeros. Esperé, con todo, a que terminara la canción.

-¿Sabes francés?

-Del instituto. ¿Por qué?-

Es la única opción que te veo.

-¿Por qué?

-No tienes voz.

Los ojos de Aurora Claramunt eran dos círculos enormes de decepción bajo su cabeza calva. ¿Les parece que fui muy dura?…

A partir de los puntos suspensivos la protagonista se justifica de un modo estupendo. Lo copiaría aquí para ustedes, pero algo hay que dejar para cuando compren el libro. Para que no me cojan manía, empero (qué lindo el empero), transcribo a continuación el primer párrafo del capítulo undécimo, un párrafo muy elegantón.

Las viejas historias, los rumores, los cotilleos se extienden como una red invisible en la ciudades, en los barrios, en los bloques de casas; son cuerdecitas que salen de una boca y quedan prendidas en otra, que las arrastra consigo y después las lanza a la siguiente, y después a otra y a otra. Si fueran hilos de metal, cortarían cabezas; son hilos de palabras, cortan secretos. Para sacar a la luz esos textos escritos con tinta invisible, necesitaba una llama que los hiciera visibles. La vanidad. Decidí que me haría pasar por periodista y que recorrería las tiendas del barrio preparando un supuesto reportaje.

¿Qué tal? ¿Qué les ha parecido? El periodismo justificado por la vanidad. Qué habilidad describiendo la condición humana. Quien se ponga a leer a esta autora por su condición de mujer está en su derecho, pero que sepa que no es la mejor razón para su lectura. Que se sepa, Rosa Ribas molaría igual si fuera hombre. Pero no escribiría igual. Qué lío. Qué lindo.
Alberto Arzua

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Días de guardar, de Carlos Pérez Merinero

Acabo de leer, no sé dónde, que Bukowski es (era) el escritor más guarro de todos los escritores guarros, ocupando Paulo Coelho el otro extremo de la escala, como campeón indiscutible de todos los escritores cursis. Espera, ya sé dónde lo he leído, resulta que estas dos figuras literarias extremosas son los escritores favoritos de la mujer de Juan Luis Cebrián, un señor muy del país. Esta esposa, rumana y 35 años menor que su marido, no tiene nada que ver con todo esto, pero me ha venido a la cabeza, qué tontería. ¿Por qué? ¡Porque Bukowski no resiste un asalto a guarrería limpia con Merinero! He aquí el porqué.

Una vez hechas las presentaciones, vayamos con las citas. La primera es larga, pero merece la pena porque Merinero inventa el Tinder antes del Tinder (Tinder: sistema de ligar por teléfono con desconocidos).

Y lo jodido es que con las ganas de joder que tenemos todos jodemos menos que un eunuco en el harén de un mojamé con pasta. Es un problema arduo de pelotas —sobre todo de pelotas, ahí di en el clavo—; el tío que lo resuelva me merecerá un respeto. En realidad, tenía que haber maquinitas —en los estancos, en los bares, en sitios así— en las que uno metiera unos datos —por ejemplo: quiero una tía de treinta años, pecosa, embarazada de dos meses, a ser posible de la provincia de Ciudad Real— e “ipso facto”, a paso ligero, vamos, te suministrarán la dirección donde encontrar a esa tía dispuesta a que tú le des riego.

En esto que sigue obsérvese la descripción exquisita y el detalle final.

Esta sí. Esta sí que está rica. ¡Joder, qué tía! No es ni muy grande ni muy chica —no sé si me entienden—; es normal. Ya quisiéramos muchos ser tan normales como ella.

Ahora un ejemplo de cómo plantear y solucionar dilemas importantes.

Llego al portal y me da por la vena supersticiosa. “Con qué pie salir”, me pregunto. Tengo la cabeza llena de preocupaciones, y me espera una semana de no te menees y voy y me pregunto “Con qué pie salir”. No debo estar bien de la chota. La tía que acabo de dejar no sólo me comió el sexo sino también el seso. Yo solo me río con este juego de palabras y cierro los ojos. Que sea lo que Dios quiera. Cuando los abro, ya estoy en la calle. Menos mal que no he visto con qué pie he salido.

Genial. Vayamos con la corrección política.

Nunca se fíen de los gordos ni de los maricones; son hijoputas como ellos solos, se lo digo yo.

Sin comentarios. Mejor nos centramos en esta escena pre-violación.

  • ¿Qué va a hacer conmigo?

Procuro sonreír para darle confianza y hago un gesto con mi mano que cualquiera sabe lo que quiere decir. Para ser sinceros, ni yo mismo lo sé.

  • ¿Quieres una copa? —le pregunto como un caballero; el caballero que soy.

Bien, hasta aquí todo normal (relativamente), ¿no? Agárrense a la brocha.

Le echo un vistazo al coño y me parece que lo tiene igual que hace unas horas. Jugueteo con los pelitos y, como la jodienda no tiene enmienda, se la meto y comienzo a moverme cosa mala.

Acabo bañado en sudor y sin correrme. Esto de tirarse a una muerta es la repera. Acabo por mandarla a freír espárragos y me la pelo. ¡A ver, qué remedio!

Un toque costumbrista, para relajar.

¡Me cago en mi padre! ¡Soy más tonto que Abundio! Me había dejado la televisión encendida y dos policías están hostiando a un negrazo.

Sigue el costumbrismo con una crítica periodística de lo más cabal.

Y la culpa de todo la tienen los periodistas. Por mi madre, que con las tripas del mejor ahorcaba al peor. ¿Se han fijado alguna vez en la cantidad de paridas que se escriben en los periódicos? Pues si no se han fijado, fíjense.

Un último costumbrismo en plan chiste malo peninsular.

Y me la clava otra vez. Yo ya estoy a punto de la corrida —las cinco de la tarde, como quien dice—, pero me contengo mal que me pese.

Una reflexión irrefutable:

Joder, siempre hago las cosas al revés, siempre me da por poner el carro antes que los bueyes. Es una mala costumbre que tengo. A ver si me conciencio de una puta vez de que los taxis se cogen después de que uno ha decidido adónde coño va.

Y cerramos con algo que hará las delicias del feminismo moderno.

Ella se encoge de hombros. Por si no lo saben, cuando una mujer no te dice que no es que sí.

Y ya vale, que a este paso no se me van a comprar ustedes el libro porque ya se lo habrán leído… o porque no les parece lo suficientemente guarrindongo… o por todo lo contrario. Lo mejor es parar aquí, antes de hacer más sangre.

He procurado no reseñar los trozos más cochinos para preservar en la medida de lo posible la pureza de estas páginas. Lo que suceda en privado, ustedes mismos.

Alberto Arzua

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La mano armada, de Carlos Pérez Merinero

Imagínense ustedes un policía en tiempos francoides cuyos atributos principales fueran los siguientes: asqueroso, mentiroso, violento, rijoso, inmoral, machista, putero, torturador, egotista, egoísta (estos dos conceptos los distinguirán fácilmente ustedes, o no, al leer el libro), ladrón, asesino, ludópata, borracho, violador… en este orden o en cualquier otro, y seguro que me olvido de unos cuantos. Una auténtica joya, señores, ante la cual el famoso Torrente del cine patrio palidece cual virginal doncella.

Si entre los presentes lectores alguno se sintió ofendido con las “pajillas” y otras manifestaciones de humor basto del ínclito Santiago Segura, le aconsejo salir corriendo cada vez que la palabra Merinero aparezca en la portada de un libro. El tal escritor desmadrado, Carlos Pérez y lo otro, una figura eximia del borderío (aprovecho que “border” en inglés significa frontera, límite, para no tener que escribir “underground”… aunque a veces parezco tonto, podía haber puesto “marginal”) español, es autor de más de una docena de novelas brutales, de varias colecciones de cuentos, de obras de teatro, de guiones de cine, de películas como director, y de no sé qué más porque no le dio tiempo. Aprovechen ustedes este momento de relax para ir y descubrir su careto en la típica foto que ponen por el interné. Flipante. Yo me he hecho fan nada más verlo. También hay una entrevista por Youtube de mucho provecho. Lo malo de todo esto es que está muerto el muy idiota. Espero que no me lo tenga en cuenta, pero menuda faena nos ha hecho. Joder.

Al Merinero le gusta jugar con frases hechas, con verbosidades mentales, con alharacas sonoras, todo ello para rebozarse en el sexo más cochino y asqueroso (también aprenderán a distinguir ustedes estas dos categorías) que se haya visto. Solo con esta frase pedorra que acabo de soltar se percatarán ustedes de que he disfrutado como un simio… aunque al final quizás acabe uno cansado de tanto plátano. No importa, se lee uno un libro pijo, para desengrasar, pongamos por ejemplo “Departamento de especulaciones”, de Jenny Offill, y vuelta a empezar con Merinero hasta que reviente uno de los dos… y les recuerdo que él… ya me callo. Uno se contagia, sí; yo soy muy influenciable.

Observemos la lógica del policía en cuestión:

  • Pero ¿van a ponerme un policía en la puerta para que no me viole?

¿Para que no la viole quiere ponerlo detrás de la puerta? Esta enana desvaría.

Lo siguiente tiene algo que ver con el orto, por si no se entendiere:

No tardé nada, lo que se dice nada, en alcanzar la meta y le regué las acequias para que los mojones le salieran a partir de entonces con rosales florecidos.

Si no se pilla, no pasa nada; quizás mejor. Vamos con la última cita, muy relajante.

… la forma en que me miraba en el espejo, la manía que me había entrado últimamente de hablar solo por la calle, el gusto por llevarme la pistola a la sien y apretar el gatillo para comprobar si me había olvidado de descargarla…

En resumen, que esta es una novela sin resumen. Va saltando uno de burrada en burrada, de parida en parida, de hallazgo en hallazgo… hasta llegar al final, que es cuando uno se apena… y respira. Una gozada bárbara.

Alberto Arzua

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