Armadillo / William Boyd

Cuando se encuentra una mina de oro, la codicia nos aconseja explotarla hasta la última pepita… y eso es precisamente lo que me estoy dedicando a hacer con  el novelista William Boyd. Aquí voy por mi cuarto libro y espero que pronto vayan cayendo los otros cinco que me faltan.

 Este Armadillo tampoco me ha decepcionado. Se nos presentan las andanzas de un agente tasador de seguros, normalito e implacable, en un Londres tan probable como improbable, salpicado de taxistas borrachuzos, aristócratas tontos, aristócratas listos, negociantes al por mayor y, sobre todo, pubs de la más diversa consideración y aspecto. Se nos cuenta cómo este hombre se mete en líos sin saberlo, se enamora de una imposible ninfa, se moja, recibe garrotazos…

Parece una novela negra. Parece una novela de costumbres. Parece una novela de humor. Lo seguro es que se trata de una buena novela, repleta de momentos brillantes, marca de la casa. Por momentos también cobra el aspecto de una novela de tesis, ya que se incluyen fragmentos de algo que se denomina “El libro de la transfiguración” y que no es otra cosa que pensamientos del protagonista, un hijo de emigrantes reconvertido y con afanes snobs, acerca de las personas que trata y de las situaciones por las que atraviesa más o menos torpemente, pero siempre con los ojos muy abiertos.

 Mirando un anuncio en la tele:

 … trató vagamente de adivinar qué demonios podía estar anunciando esto. Una pareja ideal jugando con mucho dinero. Él: moreno, agitanado. Ella: rubia, risueña, siempre moviendo y sacudiendo la gran melena. Sepia, luego color excesivo, mucho movimiento de cámara. Yate, esquís, submarinismo. ¿Vacaciones? Un coche elegante en una autopista suiza vacía. ¿Coches? ¿Neumáticos? ¿Aceite? No, ahora comida de restaurante, esmóquines, miradas cargadas de intención. ¿Licor? ¿Champán? Las guedejas de él eran luminosas. ¿Champú? ¿Crema suavizante? Esa sonrisa. ¿Hilo dental? ¿Detector de placa dental?…

 Hablando con su florista:

 No, no, te digo que tiene que estar bien formada, ¿de acuerdo? Dos zeppelines empatados, ¿vale? Y debe medir tres pies de alto, ¿vale? Para que le sea más fácil mamarla. Y tiene que tener la cabeza plana, ¿vale?, así tendría un sitio donde apoyar la botella de cerveza mientras me la chupa.

 Qué asco, es asqueroso –babeó el joven

 De resaca:

 … sintiéndome como una completa mierda, muy mal rollo, como si la cabeza me fuera a estallar, la boca seca como un cenicero, los ojos como agujeros de pis sobre la nieve.

 Una curiosa tontería, en parte obsequio del traductor:

 ¿Por qué no para de llamarme pijo recluta?

 Llama así a todo el mundo –le explico Ferry-. ¿Sabe, en la tele cuando ponen una película en la que se dicen palabrotas y juramentos, sin eufemismo? Y lo vuelven a doblar, ya sabes, coño se convierte en concho, mierda en miércoles, ese tipo de cosas.

 Sí.

 Bueno, si un personaje en una película dice “hijo de puta”, lo doblan como “pijo recluta”. En serio, escúchelo la próxima vez. Le gustó mucho eso, a David –dijo Terry con una sonrisa-. El pequeño pijo recluta.

 Por cierto que el David en cuestión es un tal David Watts, un músico de pop autobautizado con nombre de canción de los Kinks. Bonito detalle.

 Consejos de un amigo elegante:

 Ha sido difícil, pero he decidido que el zapato marrón debe ser condenado. Ante, sí, botas marrones, pase. Pero creo que el zapato marrón es intrínsecamente hortera. Hay algo irremediablemente petit bourgeois en los zaptos marrones, algo esencialmente pequeño y envilecedor. Tiré todos los míos la semana pasada, catorce pares, algunos los tenía desde hace décadas. Los eché a la basura. No puedo describir lo aliviado que me sentí, me quité un peso de la conciencia.

 ¿Todos los zapatos marrones?

 Sí, ningún caballero debiera llevar zapatos marrones, nunca. El zapato marrón está acabado. El zapato marrón, Lorimer, tiene que desaparecer.

 Y acabamos con una reflexión provocada por su abuela:

 Tenemos un dicho en Transnistria –intervino su abuela-. Decimos, “un gato puede tener nueve vidas y un hombre puede cometer nueve errores”. No creo que Bogdan cometiera nunca un error.

 Qué refrán más terrible, pensó Lorimer contando inmediatamente los grandes errores de su vida. ¿Nueve? ¿Por qué sólo nueve? ¿Y tras el noveno error qué? ¿La muerte, como los gatos? ¿Y cómo se definiría la equivocación, la falsa idea, la metedura de pata…?

 (Lorimer es el prota. Bogdan es su padre).

 Curiosidad: me acabo de enterar de que existió otro William Boyd, famoso actor de cine mudo, que encarnó a Hopalong Cassidy. Pondremos aquí su foto, por variar, que el otro ya sale mucho. Además yo diría que hasta se parecen y todo.

  

 

Alberto Arzua

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