De «Las calles de nuestros padres», de Francisco González Ledesma

-…Repito que es un hombre de suerte. Porque si no lo fuera ya estarí­a fusilado.

-¿Y fusilado por qué?

-Por lo de Franco. ¿Tü no sabes que el Amores ya era periodista con Franco? í‰l es un periodista viejo.

-¿Y qué le pasó con Franco?

Pues que le acompañó para hacer información en uno de sus viajes. Eran un grupo, claro – dijo el Florindo Chico alzando los brazos-, y en ese grupo habí­a un fotógrafo que se llamaba Verdugo-no-sé-qué. En fin, Verdugo a secas. Todo el mundo le llamaba Verdugo

-Bueno, ¿y eso qué tiene de malo?

-Nada, excepto que en ese viaje, y normalmente en todos, los periodistas y los fotógrafos salí­an para la próxima etapa un poco antes que Franco, para recoger todo el entusiasmo delirante con que se le esperaba, etcétera, y estar ya allí­ cuando Franco se presentase con todo su rito bizantino. Y fí­jate que estaban ya todos a punto en el coche, listos para salir pitando, y el Verdugo que seguí­a sacando fotos y no vení­a. Y entoces el Amores va y le llama.

-Tampoco veo que eso tenga nada de malo.

-Cojones que no. Imagí­nate a cien o doscientos mamones berreando todos a la vez «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!» y de pronto va el amores y grita al lado mismo del dictador «¡Verdugo!»

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Méndez recordaba las malas leches pequeñas y usadas, leches de segunda teta, cuando le hizo un interrogatorio a Amores, uno de esos «interrogatorios psicológicos» que él habí­a aprendido de los hermanos Creix en los buenos tiempos de la Brigada Social barcelonesa, cuando la bofia sí­ que era la bofia. Los Creix, cuando te dejaban suelto porque eras un pájaro de poca importancia (pero que podí­a llegar a ser importante) te citaban por teléfono a lo mejor un mes más tarde, pero siempre un viernes por la noche o sábado por la mañana, y te decí­an: «Oye, tú, preséntate aquí­ el lunes con una muda al menos, porque esta vez sí­ que te has caí­do. Después de todo lo que acabo de saber, vas dao». Con lo cual el pájaro podí­a hacer dos cosas: o tratar de escapar y refugiarse en casa de algún amigo, con lo cual los Creix averiguaban de propina quién era aquel amigo, o presentarse el lunes hecho un saco, hecho una filfa, hecho un condón usado. En ese último caso el hermano Creix que estaba de turno – y que realmente no habí­a averiguado nada- le decí­a: «Te tenemos bien atrapado, macho, y en cuanto compruebe un par de datos que ya estamos investigando se te va a caer el pelo. Pero como tienes familia, quiza te siga dando un poco de cuerda, no sé… Tú mismo verás lo que haces».

Incluso los tí­os de más aguante, después de haber pasado un fin de semana angustioso, a punto de hacer testamento, y de romperse los sesos pensando qué diablos sabrí­a la Brigada Social, iban apartándose de sus compañeros por si acaso. Los contactos quedaban rotos, los grupos se deshací­an. Jamás los teléfonos y los fines de semana hicieron tanto por lo que los periódicos llamaban la paz de España.

Carrer D'En Robador

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…También estoy de acuerdo en que no existe la absoluta imparcialidad de la Prensa, aun en el caso de que esta se titule independiente. Hay una frase cí­nica, pero no por eso incierta, que dice que la Prensa está para ayudar a los amigos, hundir a los enemigos y en los otros casos decir la verdad.

Encendió un cigarrillo y añadió:

-Hay noticias o personas a las que un redactor tiene maní­a, y por eso procura muchas veces ignorarlas, o al menos titularlas de forma que puedan interpretarse según su determinado punto de vista, llegando incluso a engañar al redactor jefe. En cuanto a los redactores jefes, hay noticias que sistemáticamente se niegan a publicar, ocultándolas ante el director como si llevasen la lepra. Hace años, en La Vanguardia, tení­an un redactor jefe que odiaba a los franceses. Cierta vez dejó de publicar una importante noticia sobre ellos, y el director, que entonces era Manuel Aznar, se lo recriminó. ¿Y sabes qué contestó el redactor jefe? Pues le dio la siguiente explicación cientí­fica: «Es que a mí­ los franceses me la chupan».

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-¿Sabes? Aquí­ habí­a, en el fondo de esa escalera, un gran patio comunal con un lavadero. Era muy dura entonces la vida de las mujeres. Lavar a mano, parir con dolor, fornicar sin pí­ldora. Las de hoy en dí­a no sé de qué se quejan. Pero entonces habí­a más contacto humano, ¿comprendes? Recuerdo un tí­tulo de Buero Vallejo que en aquella época me pareció entrañable: Historia de una escalera. Pero ahora una escalera ¿qué es? ¿Siete, diez indiferencias puestas una encima de otra? ¿Quién pondrí­a un tí­tulo así­ a una obra, como no fuese para una historia de la incomunicación?

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La calle de Robador estaba en plena ebullición hacia las seis de la tarde, cuando el policí­a Méndez la enfiló viniendo de la calle de San Pablo, que en ese sector alcanza su nivel más selecto, al menos tal como Méndez ha entendido siempre eso de la selección. Entró en un bar (el barrio siempre le habí­a parecido fino porque casi todas las calles tienen nombre de santo, o lo que es mejor, de santa) y pasó un rato hablando con la Cleo, que ahora estaba hecha una ruina, siempre amarrada a una copa de coñac de garrafa, pero que en los años cuarenta habí­a sido una puta de mucha consideración y mucho respeto y encima una mujer de bien, porque a los policí­as no les cobraba. Méndez le dejó unos duros sobre la mesa, le aconsejó que no bebiera tanto, fue hacia la puerta, aplastó una cucaracha, amenazó con darle dos hostias a un macarra barato que habí­a ido allí­ a lo que saliera, le tumbó la copa, solo como advertencia a un macarra caro que estaba en plan de ojeo pero ya pasando de todo, pagó su trago y el de la meuca y sacó a la calle de un empujón a un camello de medio pelo tras quitarle todo lo que llevaba para una flipada de lo más razonable. Desde la mesa hasta la calle no empleó más de veinte segundos gloriosos en tales actos dignos de la más refinada civilización urbana. Luego enfiló definitivamente la calle de Robador, que no tiene ni dos metros de ancho en la calzada y cuyas aceras apenas permiten el paso de un hombre.

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