Julian Barnes es el novelista británico que dejó turulato a medio mundo con la aparición de su novela El loro de Flaubert (1986), donde mezclaba tan alegremente géneros literarios que le dieron el título de posmodernista. Vaya cosa.
En su última novela, Arthur y George (2005) que no he tenido el gusto de leer porque uno no puede estar a todo aunque les prometo a ustedes que la leeré y pronto y que se la comentaré puntualmente colocando alguna coma más de las que utilizo en esta misma frase para que ustedes no se queden sin aliento y puedan proseguir sus labores cotidianas sin necesidad de entablar demandas contra el autor de estas líneas, digo, parece ser que narra los sucesos acontecidos en la pequeña localidad inglesa de Great Wyrley en 1906 cuando un joven abogado de origen parsi fue condenado a siete años de trabajos forzados por supuestamente destripar a un caballo. Punto y sigo. Perdón por la tontería acómica pero uno tiene sus días. Nos ocuparemos de este tema a su debido tiempo.
El libro que nos ocupa, Nada que temer, trata de la muerte. Una vez sabido se hace evidente que el título le va muy bien, ¿verdad? Positivo y tal. Pero no es todo tan sencillo. Transcribo el primer párrafo:
No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunté a mi hermano, que ha enseñado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contestó con una sola palabra: “Sensiblera”.
Con un estilo autobiográfico, remotamente heredero de Montaigne (a quien adora, como a casi todo lo francés), Barnes reflexiona a calzón quitado acerca de la muerte y lo hace con naturalidad, a nivel de suelo, sin pedanterías, de un modo tal que todos pudiéramos pensar que aquello que leemos ya se nos había ocurrido a nosotros… Vamos, que yo lo catalogaría de excelente libro de filosofía. Aunque el filósofo sea su hermano.
Es una pena que su hermano de verdad sea filósofo de verdad (lo he comprobado en la Wikipedia) porque merecería haberse quedado en ficticio y estupendo coprotagonista de esta novela que no es novela. Me explico. Para desarrollar su pensamiento acerca de la muerte y sus numerosas consecuencias incógnitas, Barnes nos remite, lógicamente, a su infancia, familia, estudios, amigos, lecturas y demás influencias que conforman en gran medida el ideario personal de cada cual. Discute con todos, da argumentos a favor y en contra de sí mismo, desgrana una bonita cantidad de citas suculentas, nos cuenta un porrillo de anécdotas interesantísimas, avanza reptando a través de una prolífica moribundia de reflexiones y… no concluye nada. A menos que el título en sí constituya un resumen. Yo diría que no.
Y ya que queda un poco de sitio al fondo, citemos algunas citas:
Tres de Jules Renard
Renard dijo: “Que te horrorice lo burgués es burgués”. Dijo: “¡Posteridad! ¿Por qué la gente habría de ser mañana menos estúpida de lo que es hoy?”. Dijo: “La mía ha sido una vida feliz, teñida de desesperación”.
La muerte de Toulouse-Lautrec.
El padre del pintor, un conocido excéntrico, fue a visitar a su hijo y, en vez de atender al enfermo, se puso inmediatamente a intentar atrapar a las moscas que circulaban por la habitación. El pintor, desde la cama, profirió: “¡Viejo estúpido de mierda!”, y a continuación reclinó la cabeza y murió.
Una más.
¿Por qué envidiar a los dioses?, pregunta Herbert, y contesta, irónico: “por las sequías celestiales, / por una administración chapucera, / por una lujuria insaciable, / por un bostezo gigantesco”.
Alberto Arzua