La tía Tula / Miguel de Unamuno

La reciente muerte de Aurora Bautista ha propiciado la programación televisiva de la estimable película de Miguel Picazo La tía Tula (1964). Comentando la película (uno de los grandes placeres del cine por TV) se me dijo que el libro no contenía en absoluto toda la carga sexual que destila el film. Decidido a comprobarlo, me leí el libro en cuestión. La portada que aquí aparece es una, como se dice ahora, vintage.

Tula viene de Gertrudis, pero esto no tiene nada que ver, es un apunte cultural gratuito. Unamuno no sabemos de dónde viene, y que no se me mosquee nadie, lo digo porque el tío resulta un poco confuso, no sé ya si en sus filosofías o en la expresión de las mismas. Escribiendo se hace, en general, bastante pesadete.

En mi opinión los guionistas de la película hicieron muy bien no ciñéndose estrictamente a la trama del libro y centrándose en la autorrepresión sexual. Los desvaríos unamunianos soróricos (propugna cosas tales como la sororidad frente a la fraternidad…) resultan infumables y, sobre todo, infilmables. Las escenas de tensión larvada entre los dos protagonistas, por el contrario, son de lo mejor del cine español, absolutamente buñuelianas.

Pero vamos al libro, que ya me cuesta. Y me cuesta porque las truculencias del autor hablando de religión, muerte y sexo, te acaban cansando. El tema en sí es mítico, de acuerdo, profundísimo, muy bien, pero el arte novelístico brilla por su ausencia. Se puede leer, pero se aburre uno. ¡Y todo es tan antiguo, tan pasado, tan apolillado…! Lo siento, pero no he logrado interesarme por las aventuras de una mujer con, en mi opinión, un trueno considerable.

Es posible que este hombre fuera un excelente filósofo y un magnífico profesor, no lo sé, carezco de los conocimientos necesarios, pero como novelista no vale mucho. Ya decía él que hacía nívolas, una manera, supongo, de disculpar su poca habilidad narrativa. Aunque los diálogos no le salen mal. Y vayamos con las citas, que hay unas cuantas.

En el prólogo ya nos va iluminando con algunas explicaciones.

Aristóteles le llamó al hombre zoon politicon, esto es, animal civil o ciudadano –no político, que esto no es traducir- animal que tiende a vivir en ciudades, en mazorcas de casas estadizas, arraigadas en tierra por cimiento, y ese es el hombre y, sobre todo, el varón.

Morbo en zona equívoca.

Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir; encerrose con él en un cuarto y sacando uno de sus pecho secos, uno de sus pechos de doncella, que arrebolado todo él le retemblaba como con fiebre. Le retemblaba por los latidos del corazón –era el derecho-, puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del pequeñuelo. Y éste gemía más estrujando entre sus pálidos labios el conmovido pezón seco.

Habla del amor y lía la frase.

Pues el que profesara a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que ella se le fue, que se llegó a fundir con el rutinero andar de la vida diaria, que lo había respirado en las mil naderías y frioleras del vivir doméstico, que le fue como el aire que se respira y al que no se le siente sino en momentos de angustiosos ahogo, cuando nos falta.

No olvidemos que escribe un hombre antiguo. Habla de los dolores de parto.

Cuando la vio gozar, sufriendo al darle su primer hijo…

No sutilicemos. Curiosa respuesta.

-…Y es que queremos a los muertos en los vivos

– ¿Y no, acaso, a los vivos en los muertos?

– No sutilicemos

Morbo moribundo y divino.

Y luego se figuraba que a aquella pobre hospiciana, cuyo sentido de vida no comprendía, le quitó Dios la vida de un beso posando sus infinitos labios invisibles, los que se cierran formando el cielo azul, sobre los labios, azulados por la muerte, de la pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento así.

Otra frase lianta.

De Ramirín, del mayor, una voz muy queda, muy sumisa, pero de un susurro sibilante y diabólico, que Gertrudis solía oír que brotaba de un rincón de las entrañas de su espíritu –y al oírla se hacía, santiguándose, una cruz sobre la frente y otra sobre el pecho, ya que no pudiese taparse los oídos íntimos de aquella y de éste-, de Ramirín decíale ese tentador susurro que acaso cuando le engendró su padre soñaba más en ella, en Gertrudis, que en Rosa.

Aprendiendo palabras. Redargüir.

“No hay leche como la de la madre”, repetía y al redargüir su cuñado: “Sí, pero es tan débil…”

Aprendiendo palabras. Pisgo.

Limpiaba los botellines, cocía los pisgos cada vez que los había empleado… Cuando ponía el pisgo de caucho en la boquita de la pobre criatura, sentía que le palpitaba y se le encendía la propia mama.

Aprendiendo palabras. Lagoterías.

Para que dejéis de andar así, de bracete por la casa, y con cuentecitos al oído y carantoñas, arrumacos y lagoterías.

Y acabamos con uno de sus temas favoritos, la muerte.

Y se apagó como se apaga una tarde de otoño cuando las últimas razas del sol, filtradas por nubes sangrientas, se derriten en las aguas serenas de un remanso del río en que se reflejan los álamos –sanguíneo su follaje también que velan sus orillas.

Resumiendo, véanse la película.

Alberto Arzua

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