Siete casas en Francia / Bernardo Atxaga

 siete-casas1 Chrysostome Liège firmó el contrato para servir

en la Force Publique del rey Leopoldo a principios
de 1903, y llegó a su destino en el Congo en agosto del
mismo año tras haber viajado en paquebote de Amberes
a Matadi, después en tren hasta Léopoldville, y
luego por fin en un pequeño vapor, el Princesse Clémentine,
hasta la estación militar de Yangambi. No
era exactamente el último lugar del mundo, porque,
como se decía en la Force Publique, tal honor correspondía
a Kisangani, situado a unos doscientos kilómetros
río arriba; pero estaba ciertamente lejos de cualquier
lugar conocido.
 
El Princesse Clémentine atracó en una plataforma
de madera que había en la playa del río y que servía
de embarcadero. Un oficial acudió a su encuentro
caminando pausadamente. Era un joven de cerca de
dos metros que casi le sacaba la cabeza.
 
—¿Chrysostome Liège? —preguntó.
 
El recién llegado respondió con parquedad.
—Sí —dijo.
 
—Yo soy Donatien, el asistente del capitán Lalande
Biran —dijo el oficial—. ¿No traes nada más?
 
—preguntó a continuación en tono más relajado, y
señalando el saco de lona medio vacío que Chrysostome
agarraba en la mano.
 
Chrysostome respondió con la misma parquedad,
pero negativamente.
Comenzaron a caminar hacia la aldea, y Donatien
le dio un primer informe sobre la guarnición.
Había en Yangambi un total de diecisiete oficiales
blancos, veinte suboficiales negros y ciento cincuenta
soldados voluntarios, también negros, los llamados
askaris, y todos estaban al mando del capitán Lalande
Biran, un hombre muy culto, bastante conocido en
Bélgica como poeta, un militar excelente, el más dotado
de cuantos habían pasado por Yangambi.
 
—Al capitán le gustan las cosas bien hechas
—dijo Donatien después de la exposición—. Por eso
te ha preparado un recibimiento en el campo de tiro.
Tranquilo, Chrysostome. Pronto te sentirás a gusto
en Yangambi, y los días se te pasarán volando.
 
Donatien hablaba rápido, a trompicones, comiéndose
las palabras. Pronunciaba «tutrouveratrebienci» 
donde debería haber dicho «tu te trouveras très bien
ici». De vez en cuando la nuez del cuello se le movía
arriba y abajo como si las glándulas de la boca le produjeran
demasiada saliva y le costara tragarla.
 
—¡Eso sí! ¡Podían haber levantado la aldea un
poco más cerca del río! —se quejó cuando hubieron
recorrido unos doscientos metros—. Pero no fue idea
del capitán, sino de los primeros oficiales que llegaron
a esta región. El capitán sólo lleva cinco años aquí, los
mismos que yo. He sido su asistente desde el primer
día. Me aprecia mucho. No me cambiaría por otro.
 
Subían la pendiente apoyando los pies en las
tablas que atravesaban el camino, evitando que las botas
se mancharan de barro. Al llegar a lo alto de la ladera
Donatien se detuvo a respirar, y Chrysostome,
con la actitud del explorador que desea ubicarse, se
puso la mano en la frente a modo de visera y recorrió
con la mirada todo lo que le rodeaba. Tenía ante sí las
primeras chozas —las paillotes— y unas cuantas casas
de estilo europeo rodeadas por una empalizada; en los
costados, a derecha e izquierda, había abundantes palmeras;
detrás, imponentes, el río Congo y una selva
que parecía no tener fin.
 
El Congo era un río poderoso. Cortaba limpiamente
la selva, si bien la vegetación, como si continuara
por debajo del agua, volvía a surgir en medio
del río en forma de islotes poblados de árboles y de
maleza. El vapor que había traído a Chrysostome, el
Princesse Clémentine, estaba todavía en el embarcadero.
Dos hombres descargaban los bultos y otros dos se
encargaban de trasladarlos hasta una construcción situada
en la misma playa.
 
—Es el Club Royal, el club de los oficiales —le
indicó Donatien, señalando la construcción—. En mi
opinión, es el mejor sitio de Yangambi. ¿Sabes? Yo soy
el encargado del almacén. Mi mayor preocupación
son los ratones. Los ratones invaden todos los almacenes
del Congo. Pero en Yangambi no se salen con la
suya. Acabo con ellos antes de que puedan probar el
azúcar o las galletas.
 
Chrysostome continuó examinando la selva como
si no hubiera oído nada. Varias columnas de humo
ascendían aquí y allá por entre los árboles. Los pobladores
de los villorrios —de los mugini— debían de
estar preparando la comida.
 
—¿Cuántos salvajes viven ahí? —preguntó.
—Miles y miles, hay un montón de tribus. Pero
no atacan mucho. Ahora al menos no —respondió
Donatien.
 

 

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