Normas básicas de la buena novela negra – de «Los amigos del crimen perfecto» de Andrés Trapiello

-Primera norma…
Spade cerró el puño y disparó su dedo í­ndice…
-…el lector y el detective deben terne las mismas oportunidades para resolver el problema. Eso es fundamental. Como ir a acazar. No se le puede esperar al zorro con la escopeta a la salida de la madriguera. Hay que dejarle libre. Lo mismo que a los toros. Si el problema fuese matar al toro se le podrí­a matar en los toriles. Pero los toros son arte, y la novela policiaca es un arte también, hoy el más sobresaliente en la literatura, según mi modesta opinión. Segunda…
Y el dedo corazón salió a hacerle compañí­a al dedo í­ndice, que seguí­a rí­gido…
-… El autor no debe emplear otros trucos y astucias que los mismos que usa el culpable con el detective. Tercera -y el anular se sumó a los anteriores-: En la verdadera novela policiaca no han de mezclarse asuntos de amor. Faldas las que se quiera, pero amor, nada. Eso harí­a saltar por los aires el mecanismo puramente intelectual. Cuando hay de por medio un CP. (crimen perfecto) hay que estar a lo que se está. Camas a discreción, pero nada de sentimentalismos.
Milagros rizó la boca en un pliegue de incredulidad y de sarcasmo, que Spade pasó por alto.
-Cuarta: el culpable no puede ser nunca ni el detective ni ningún miembro de la policí­a. Serí­a un timo tan vulgar como inaceptable. -Mostó su mano abierta con todos los dedos irradiados- Quinta: al culpable se le debe descubrir por deducciones, no por accidente ni por azar ni por la confesión espontánea del culpable: señor comisario, he sido yo, me doy preso. Lo del Raskolnikov de Crimen y castigo, como se ha repetido hasta la saciedad en estos ACP (Amigos del Crimen Perfecto), es inaceptable. La mayor parte de las obras de los clásicos terminan con ese procedimiento chapucero, admitido por la misma razón que alguien puede sostener que una pelí­cula muda es una obra maestra y que una pintura rupestre es digna de compararse con las Meninas y la Venus de Willendorf, como como diablos se llame, equiparable a Fidias.
Al verse la mano de nuevo cerrada con el pulgar hacia arriba, prescindió de enumeraciones, y prosiguió.
-No existe ninguna novela policiaca sin cadáver. Leer trescientas páginas sin la recompensa de un bonito fiambre, serí­a sencillamente monstruoso, porque nos privarí­a del sentimiento de horror y del deseo de venganza. No de be haber más que un detective por novela. Bajo ningún concepto, nunca, el novelista podrá elegir al culpable entre los empleados domésticos, mayordomos, jardineros, lacayos, chóferes, etcétera. í‰sa siempre es una solución acelerada yhay que ser serios: hay que buscar un culpable que valga la pena. Y por lo mismo que no hay más que un solo detective, conviene que haya un solo culpable, para concentrar en él todo el odio que vaya experimentando el lector. Para algunos las mafias y las asociaciones de criminales no deberí­an tener un lugar en las novelas policiacas… Yo no estoy muy de acuerdo, pero en fin. Nada de pasajes descriptivos ni poéticos ni pormenorización de atmósferas. Retardan la acción y desconcentran al lector. Diálogos, muchos diálogos. Son más variados y más cortos, cuesta menos escribirlos, los lectores los agradecen, la acción avanza y el editor paga lo mismo los folios de lí­neas cortas que los de lí­neas largas.
Esta mención a un editor, le recordó el suyo con disgusto.
-La solución de los casos ha de ser realista y cientí­fica. Los milagros están excluí­dos de las novelas policiacas. En esto está de acuerdo hasta el padre Brown. Tampoco hay que buscar al criminal entre los profesionales del crimen. Lo que impresiona no son los crí­menes cometidos por los hampones sino por las damas de caridad o por el presidente del Tribunal Supremo o por una mosquita muerta o por un caballero de conducta intachable o por un cura, ahora que el padre Brown no nos oye. Un cura asesino es un buen tema. Yo tengo una novela en la que el asesino es un cura. La censura no la pasó al principio, pero la segunda vez dije que era un cura protestante, y no pusieron ningún inconveniente. Y es imperdonable que lo que durante toda una novela se ha presentado como un asesinato se convierta, cuando se acaba, en un accidente o en un suicidio. En ese caso el lector estarí­a en su perfecto derecho para denunciar al novelista por estafa o esperarle a la salida de casa y asesinarle a su vez. Importantí­simo: el móvil de crimen ha de ser personal. Los complots internacionales y todas esas bobadas del 007 son cosa de tebeos, lo mismo que salvarle en el último minuto haciendo salir del tacón de su zapato un avión supersónico, con sauna y dosce hurí­es de paraí­so. Nada tampoco de usar trucos indignos. Nada de descubrir al protervo criminal po runa colilla encontrada en el lugar del crimen, ni por falsas huellas digitales, ni porque el perro de la casa no ha ladrado, nada de hermanos gemelos ni de sueros de la verdad, nada de asesinatos cometidos en una habitación cerrada en presencia de un inspector de policí­a y desde luego, nada de criptogramas ni de jeroglí­ficos que se descifran en las trastiendas de una tienda de antigüedades en el barrio chino, nada tampoco de manuscritos o instrumentos misteriosí­simos rescatados en una subasta, nada de enigmas que esperan desde el tiempo de los egipcios en una almoneda, con la consiguiente maldición faraónica… Y ese decálogo se resumirí­a en un único mandamiento: el Bien es el Bien y el Mal el Mal; nada de que el Bien pase a ser el Mal ni al revés, ni que los buenos se hagan malos ni los malos buenos; los crí­menes de las novelas son un juego de niños, y a los niños les gusta en los cuentos que les cuentan saber de qué lado ponerse. Y sobre todo no hay que olvidar que el crimen perfecto no es más que una metáfora extrema de la lucha por la vida, donde aflora lo mejor y lo peor de la naturaleza humana; por eso hay tante gente intrigada con el asesinato como una de las bellas artes: tras la gracia del ángel, la importancia de Lucifer.
Spade (…) desde luego no aclaró que algunas de aquellas normas las habí­a tomado del Código de Van Dim, a quien no citó por lo mismo que Virgilio no citaba sus fuentes.

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