Cuando la vi, todo se convirtió en bruma a su alrededor. Ya sólo pude mirar esos profundos ojos como el mar profundo, esos labios carnosos y brillantes de lasciva saliva, ese mentón fino y altivo cual majestuosa reina, ese cuello esbelto digno de la hija de Afrodita, y esos pechos desnudos y lujuriosos. ¡Oh dioses, que con semejante brusquedad me ofertáis tan precioso manjar! ¿Será tanta vuestra crueldad que me neguéis su sabor? Cómo pudieran mis ojos no ser esclavos por siempre de esas copas de néctar, cómo apartarse de esos deleites si no es para mirar tan grácil talle, tan libidinosas caderas, tanta mujer, al fin, que me llama con deseo.
Todo fue bruma a mi alrededor, porque estaba ella, y no podía apartar mi mirada de la suya, no si había de fijarla en algo trivial. Y el mundo entero, no siendo esa diosa que deseaba, fue futilidad pura.
Acerqué cuanto pude mi rostro a la mujer de pechos codiciados, desoyendo lo que todos me decían, mis oídos no escuchaban más que tan dulce voz como aladas criaturas entonaban por su boca, y su voz era música que acicalaba la escena, la revestía de amor y ensoñamiento, y me trasportaba en volandas hasta ella.
La hermosa hembra cantora olía a deseo, a pecado servido en concha de nácar, a sexo de mujer salada, toda ella era incitación al puro goce y yo casi pude gozarla eternamente. Casi pude, sí, mas no lo hice, que otros me salvaron de ese trance.
Mil veces en mis sueños la he soñado, y soñándola aún más la he deseado y he maldecido las cuerdas que me ataban, maldita Circe y sus consejos, maldita también Penélope, la costurera paciente, cien veces maldito Zeus, que me tentó con la más dulce de las muertes. Yo pude morir amando una beldad de piernas plateadas, y en cambio vivo añorando no haberla amado.
Pero te digo a ti, que lees el mayor secreto de mi alma, que ha traspasado ya treinta siglos de historia, te digo a ti, intruso que me espías el pensamiento, si aún no sabes de qué hablo, qué poca es la sapiencia que atesoras.
Y no merecerá el necio saber las pesadillas del Rey de Itaca, si no le preguntase antes a Homero, pues yo, has de saberlo, soy Odyseo.
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